Lee atentamente el siguiente relato:

 

Cordeluna
Barceló, Elia

Habían acampado en un otero redondo, junto al río Jalón, en las proximidades de Alcocer, y el Cid, como empezaban a llamarlo ya tanto moros como cristianos, había mandado montar un campamento estable, con grandes tiendas sólidas, un buen foso de protección contra los ataques enemigos y una herrería de campaña para poder reparar de inmediato las herraduras de los caballos de batalla y mantener todas las armas en perfecto estado. Con ese despliegue y las frecuentes correrías que ordenaba por las tierras cercanas, don Rodrigo había atemorizado a los moros de la comarca hasta el punto en que ya habían decidido pagarle tributo a cambio de mantener la paz y, hacía apenas un mes, valiéndose de un engaño, había conseguido entrar en Alcocer e instalar a sus huestes en la ciudad.
Al hacerlo, había desafiado el poder del rey moro de Valencia, que había levantado un ejército de casi tres mil hombres para aplastar el orgullo del Campeador; un poderoso ejército que, comandado por los dos mejores generales moros – Galve y Fariz – se había instalado frente a Alcocer con la intención de sitiar la plaza hasta que el Cid se les rindiera.
Entre los hombres se rumoreaba que la meta final del Cid era ir sometiendo poco a poco todas las plazas que se encontraban en el largo camino hasta Valencia para acabar precisamente allí, junto al mar, conquistar la gran ciudad, invencible hasta el momento, y con ello hallarse en una posición lo bastante fuerte como para pedir el perdón del rey, el restablecimiento de las relaciones de vasallaje y la licencia para que su mujer y sus hijas pudieran reunirse con él.
Un plan muy atrevido que costaría años de lucha y sacrificios, pero que podía convertir en hombres ricos y poderosos a todos los que habían tenido que abandonar el reino de don Alfonso como pobres desterrados, sin fortuna y sin honra.
Pero para lograr este sueño, primero tendrían que derrotar al ejército que los sitiaba y que había desviado el río tres semanas atrás con el objeto de que los cristianos de Alcocer tuvieran que rendirse por falta de agua.
Entrada ya la cuarta semana, don Rodrigo reunió a sus guerreros en concejo para pedirles su parecer sobre la situación.
Ya se había puesto el sol cuando los caballeros fueron entrando en la sala mayor del alcázar donde habían sido dispuestas dos docenas de teas encendidas y largas mesas con panes de centeno, guisado de carnero y abundantes jarras del fuerte vino de la región. En la chimenea del fondo rugía un buen fuego, las ventanas habían sido cubiertas con pieles de oveja y todos los moros y moras que servían las mesas fueron echados del salón para que no pudieran enterarse de las deliberaciones de los cristianos.
– Caballeros – los saludó don Rodrigo con voz firme y cálida -, todos sabéis en qué situación nos encontramos: gracias al Dios de los cielos y con el esfuerzo de nuestro brazo hemos ganado esta plaza, así como muchos haberes, dineros y caballos. No obstante, el invierno se acerca, el enemigo nos tiene sitiados, se nos acaban las viandas y casi no tenemos agua. Si fuéramos menos, podríamos intentar escapar durante la noche. Si fuéramos más, podríamos salir al campo y presentar batalla, pero hay tres moros por cada cristiano. Decidme, mis caballeros, ¿qué deseáis hacer?
Minaya Álvar Fáñez, el brazo derecho del Cid, se puso en pie y solicitó ser el primero en hablar.
– Tú mismo lo has dicho, mi señor. No podemos elegir. No es posible regresar a Castilla, no podemos quedarnos aquí detrás de estas endebles murallas esperando el momento en que nuestra propia debilidad nos lleve a una rendición absurda y deshonrosa. Tenemos seiscientos caballeros y otros tantos peones. Yo digo que, si ellos son más, nosotros somos mejores.
¡Salgamos al campo al alba, en el nombre de Dios, presentemos batalla!
Todos los guerreros empezaron a golpear la mesa con el mango de sus dagas y cuchillos en señal de aprobación hasta que, a una señal del Cid, callaron de nuevo para oír sus palabras.
– Calienta el corazón oírte hablar así, Minaya. No esperaba menos de ti ni de todos vosotros. Si, como parece, estamos todos de acuerdo, mañana haremos los preparativos para la salida. Pasado, al rayar el alba, dejaremos dos peones para cerrar las puertas de la ciudad y saldremos todos de Alcocer.
Si vencemos, regresaremos con gran botín y gran honra. Si, Dios no lo quiera, somos derrotados y muertos, ya nos entrarán.
Un coro de vítores acompañó las palabras del Campeador.
La noche siguiente al concejo, cuando todo en el castillo había quedado listo para la salida contra las huestes de Galve y Fariz, Sancho y Laín se tumbaron al aire libre en el patio del alcázar junto a una fogata. Las noches eran cada vez más frías, pero habían cenado bien, les quedaba aún un pellejo de vino y preferían estar bajo las estrellas antes que echarse a dormir en una de las atestadas salas del castillo respirando el sudor y las ventosidades de cien hombres de armas, oyendo los ronquidos, los rezos y los suspiros de los camaradas. Ellos eran aún jóvenes, tenían poca experiencia de combate y se sentían felices, fuertes, deseando entrar en acción. Charlaron un rato sobre sus familias, intercambiaron relatos de viajes mientras se pasaban el vino, y luego se envolvieron en el manto y se dispusieron a dormir. A su alrededor, otros guerreros roncaban ya y en las murallas los guardias patrullaban, velando por la seguridad de los durmientes.
Con la luna ya alta en el cielo, Sancho sintió que alguien lo zarandeaba por el hombro y se sentó de inmediato, con todos los sentidos alerta. Era Laín.
– Sancho, tienes que ver esto. Yo no me he atrevido a tocarla.
Siguió la mirada de su amigo y lo que vio lo dejó de piedra: enfundada en su vaina de cordobán, Cordeluna relucía con un suave brillo azulado, como si estuviera hecha de luciérnagas del bosque. La fogata se había consumido y, en la casi completa oscuridad del inmenso patio de armas, el fulgor era blanco y frío, como si la luna hubiera bajado a la tierra.
Ambos se persignaron sin saber qué decir.
– ¿De dónde has sacado esa espada? – preguntó por fin Laín en un susurro.
– Me la dio mi padre. Un antepasado nuestro se la ganó a un moro en batalla. Yo ya sabía que era especial, aunque esto…
– Esto parece cosa del diablo, amigo. ¿Ha sido bendecida?
Sancho asintió.
– Quizá sea una espada mágica. Los juglares cuentan cosas así en las leyendas que recitan. ¿Tú no has notado nada al empuñarla?
Sancho recordó lo que había sentido aquella mañana en que tomó a Cordeluna en la diestra: el flujo de fuerza, de puro poder que recorrió su cuerpo; la sensación de que aquella espada estaba hecha para él, que lo reconocía, que lo aceptaba. Pero no podía decirle eso a Laín. Lo habría tomado por loco o por hereje. De modo que negó con la cabeza.
El brillo de Cordeluna era cada vez más intenso, más claro, y cuando las nubes ocultaban el astro de la noche, su fulgor bastaba para que las losas de piedra de su alrededor y los bultos dormidos de los guerreros quedaran iluminados.
– Es casi como si…- comenzó Laín, mientras su mano derecha se cerraba sobre la cruz que pendía de su cuello -. Que Dios me perdone, Sancho, pero es como si te estuviera llamando, como si quisiera que la desenvaines. ¿No lo notas?
Por supuesto que lo notaba. Lo notaba en cada fibra de su cuerpo. La luminosidad perlada se iba extendiendo hacia él, y sus manos, sin concurso de su voluntad, se tendían hacia la espada que lo reclamaba como suyo.
Se levantó sin dejar de mirarla, se acuclilló a su lado y, con manos firmes, desenvainó lentamente la espada. Al quedar fuera de la vaina, toda la hoja brilló un instante con un relámpago violeta que hizo que los caballos se removieran, inquietos; luego, poco a poco, se fue apagando hasta que no quedó más que el suave fulgor de las tres piedras de la empuñadura, que también acabó por desaparecer, igual que el hormigueo de los brazos y su espalda.
– Usa ese fuego frío mañana en la batalla, hermano – susurró Laín -. No dejes que te consuma a ti.

 

Actividades

1. Realiza un resumen del texto, expresándote con tus propias palabras (10 líneas como máximo)
2. Según los rumores, ¿cuál era realmente el objetivo del Cid al conquistar tantas ciudades?
3. ¿Qué gran decisión toma el Cid junto con sus hombres la noche en que ocurren los hechos?
4. ¿Qué es Cordeluna? ¿Qué hay de mágico en ella? Explica estas cuestiones de forma unitaria, poniéndolas en relación con el personaje de Sancho.
5. Escribe cinco palabras que pertenezcan al campo semántico de la guerra. Debe haber al menos un verbo entre ellas.
6. Indica el tipo de palabra al que pertenecen las siguientes, atendiendo a su estructura, es decir, a sus formantes. Debes realizar, para ello, el análisis correspondiente.

• invencible
• poderoso
• herrería
• orgullo
• deshonrosa

7. Realiza el análisis morfológico completo de las palabras que se encuentran subrayadas en este fragmento del texto:

La fogata se había consumido y, en la casi completa oscuridad del inmenso patio de armas, el fulgor era blanco y frío, como si la luna hubiera bajado a la tierra.
Ambos se persignaron sin saber qué decir.
-¿De dónde has sacado esa espada? – preguntó por fin Laín en un susurro.
-Me la dio mi padre. Un antepasado nuestro se la ganó a un moro en batalla. Yo ya sabía que era especial, aunque esto…
-Esto parece cosa del diablo, amigo. ¿Ha sido bendecida?”

La:
qué:
has sacado:
espada:
la:

8. Analiza sintácticamente la siguiente oración:

“Charlaron un rato sobre sus familias”.

9. Indica qué función sintáctica tienen los dos sintagmas subrayados en esta oración:

Me gustan los coches de carreras.

Me: _______________

Los coches de carreras: _____________

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