Lee atentamente el siguiente relato:

 

Dos amigos
Fausto Burgos

Cuando lo vi venir por el medio de la calle, arreando cuatro burros cenizos, cabezudos, grandotes, por la estampa de las bestias, pensé que el mozo era de Susques. ¡San Antonio de los Cobres! ¡Susques!; más de ochenta leguas de pampas desoladas y de serranías.
Me entregó una carta; lo miré de alto a abajo; creía yo que el cerrero llegaba despeado, hambriento con ganas de tirarse sobre su poncho, debajo de un árbol.
Para curiosear en su vida, inicié el diálogo:
―¿No trajiste chalona? (Chalona es el tasajo de cabra).
―Nada, señor.
―¿Y cómo te quitaste el hambre en todo el camino? Pienso que tu apetito no ha de ser dormilón…
―Con esto, señor.
Sacó del bolsillo algunos granos de mote apetitoso; la remangada cáscara dejaba ver un corazón blanco.
―Y con éstas, también…
Eran hojas de coca de su chuspa indiana; hojas lisas, secas, estiradas, de un verde apagado.
―¡Caraspa!… Te regalas con poca cosa…
Asintió sin mover los labios. ¡Qué laya de hombre! Para andar a pie por pampas desoladas, por guijarreños caminos, a la zaga de sus cuatros burros cenizos, grandotes, cabezudos, durantes tres o cuatro días, sólo necesitó una bolsillada de mote y una chuspa henchida de hojas de coca…
Yapura había venido a Abra Pampa a vender lana de oveja y cueros de vicuña. Calculé que iba a llevarse unos treinta o cuarenta pesos.
Domínguez, lanero de Abra Pampa, compró cuanto había traído para vender Yapura, el susqueño.
Empezábamos a bostezar, acodados en el mostrador, cuando entró en el almacén, Vilte, el hijo mayor del viejo Vilte.
―¿Ya te has gastado la plata en la casa del turco? ―preguntó Domínguez.
―No lo creo capaz de hacer eso ―dije yo― puesto que vos le compraste los cuarenta kilos de lana que trajo.
―¿Que no? Estos tienen la costumbre de ir a emplear el dinero a donde no les compran. Si vos les comprás los costales de lana, ellos no te gastarán ni diez de coca… Dicen así: “balanza ladrona, alcohol aguao, bollos raspabuches… coca ardida, harina apolillada, maíz con gorgojos”.
―No la gasté, señor ―contestóle Vilte.
Efectivamente traía su recua de vacío.
Vilte había venido del lejano Coranzuli. ¿Coranzuli? Pocos habrán oído mentar ese pago montés, situado en el poniente de la Puna, allá lejos, lejos, por donde el diablo perdió el poncho…
Domínguez tornó a repetir:
―“Balanza ladrona, alcohol aguao, bollos raspabuches… harina apolillada, maíz con gorgojos…” Yo quisiera saber la calidad de los artículos que les venden en otros almacenes…
―No, señor; no gasté ni cinco en la casa del turco. Aquí está la platita que usted me pagó.
Y mostró el nudo del pañuelo.
―Esta noche has de allegarte a pedirme permiso para encerrar a tus burros en el canchón, para tender un cuero en el patio.
―Sí, señor, porque no tenemos donde guarecernos.
Yapura, el susqueño, dijo para sí:
“Yo también te pediré permiso para encerrar mis burros en el canchón, y para dormir en el patio. No tenemos donde guarecernos”.
Era por marzo. Ya comenzaba a helar. De noche también era azul aquel cielo puneño, engalanado de estrellas.
A un mismo tiempo preguntaron los dos mozos:
―¿Nos darás permiso, señor?
Se habían sentado en un banco, junto a unas bolsas henchidas de maíz. No se conocían. Susques y Coranzuli están separadas por largas leguas cerreras y por frígidas mesadas. Frisarían los dos con los veinticuatro años. Vilte era menudo, flaco, lampiño, tutado de peste; calzaba un sombrero viejo y recias ojotas. Yapura era alto, pobre de carnes.
―¿Nos darás permiso, señor?
Domínguez les contestó sonriente:
―¿Alojamiento para ustedes, para los burros y para el perro…? ¿A que cada uno tiene su perro?
Y lo tenían.
Luego pude yo reparar en el perro que tenía Yapura, en el perro que seguía a Vilte. Eran perros indios ―allkos keswas― negros, lanudos, silenciosos, humildes; perros que pasaban días y días sin comer y que cuando el amo caía, con la chata de alcohol en la mano, se apegaban a su cuerpo y lo miraban largamente.
Los vi en el canchón cuidando de los burros. Tenían puesto el hocico húmedo sobre las manos.
―Bueno, pues ―dijo Domínguez―; pero sepan que yo tengo dos gatos. No quiero ver ni oír peleas de gatos y perros…
―Están con los burros ―contestó Vilte.
Bostezábamos nuevamente, cansados de mirarles la cara tabacosa, flaca, lampiña, cuando a Yapura, el susqueño, se le ocurrió pedir vino.
―Dame un medio litro, señor.
El primer vaso fue para su amigo, para el amigo a quien no conocía, cuya voz nunca había oído hasta entonces, a quien no había topado jamás en los caminos fragosos de la serranía, ni por los largos caminos de las llanadas. Eran pobres los dos; los dos habían venido a pie, arreando sus burros, bajo soles y vientos. De noche, durmiendo a la intemperie, a la vera de un tolar rumoroso y negro.
―Servite, che…
Vilte tomó el vaso y bebieron de concierto.
De nuevo… silencio. Filosofábamos acerca de la amistad entre los hombres; ellos miraban, no con los ojos corporales, los riscos de un pago lejano… A esa sazón pidió Vilte una caja de sardinas y un bollo, de esa manera de pan moreno que llaman raspabuche los que sólo comieron pan blanco, delicado, aromoso.
―Servite che ―dijo Vilte a su amigo, a quien no había topado jamás por los caminos fragosos de la serranía, ni por los del altiplano. Y con sendos cuchillos cortaron el bollo aquel moreno, áspero y apetitoso.
En la punta del cuchillo salían clavados los “pescaditos”.
Comieron a quedo, esperándose, saboreando a su placer.
El último pescadito fue partido por la mitad.
¿Cuántos vasos de vino bebieron? No sé; no sé; me entretuve observándolos y perdí la cuenta. Creo que dos o tres palabras se dijeron; dos o tres…
Pensando en las bestias, Vilte preguntó:
―¿Nos vas a vender pasto, señor?
Yapura agregó:
―Tenemos diez burros por todo.
―¿Entre los dos?
―Sí, pues.
―Vendenos un fardo.
―Con un fardo hay de sobra.

Habían tendido sendos pellejos de oveja y sendas frazadas, en el patio, a la intemperie.
Helaba ya.
Cerca del amo estaba el perro negro, lanudo, silencioso, el allko que pasa días y días sin comer. Sobre las estiradas manos había puesto el hocico húmedo.
Cuando yo crucé el patio, los dos amigos, los dos mozos puneños, descansaban, mirando el mismo alto cielo azul…

 

Actividades

1. ¿Crees que el título es el adecuado para este relato? Explica con tus propias palabras. ¿Qué otro título le pondrías?
2. ¿Quién narra la historia? ¿Qué tipo de narrador es?
3. ¿Qué características puedes mencionar de Yapura y Vilte? ¿En qué se parecen y en qué se diferencian ambos?

4. Lee nuevamente el siguiente párrafo:

El primer vaso fue para su amigo, para el amigo a quien no conocía, cuya voz nunca había oído hasta entonces, a quien no había topado jamás en los caminos fragosos de la serranía, ni por los largos caminos de las llanadas. Eran pobres los dos; los dos habían venido a pie, arreando sus burros, bajo soles y vientos. De noche, durmiendo a la intemperie, a la vera de un tolar rumoroso y negro.

a) ¿Crees que se puede llamar “amigo” a una persona desconocida? Explica.
b) ¿Qué requisitos debe cumplir una persona para que la consideres un amigo/a?
c) ¿Por qué crees que existe una gran camaradería entre ambos personajes aún sin conocerse? ¿Qué diferencias notas entre ellos y los habitantes de la ciudad?

5. ¿Qué tipo de cuento crees que es? Fundamenta tu respuesta.

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