Lee atentamente el siguiente relato:

 

El alma de la máquina
Baldomero Lillo (fragmento)

La silueta del maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer hasta la noche en lo alto de las plataformas de la máquina. Su turno es de doce horas consecutivas.
Los obreros que extraen de los ascensores los carros de carbón lo miran con envidia…, porque mientras ellos abrasados por el sol en el verano y calados por las lluvias en el invierno forcejean sin tregua desde el brocal del pique hasta la cancha del depósito, empujando las pesadas vagonetas, él, bajo la techumbre de zinc no da un paso ni gasta más energía que la indispensable para manejar la rienda de la máquina.
Jamás podrán comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es más agobiadora que la del galeote atado a su banco. El maquinista, al asir con la diestra el mango de acero de la máquina, pasa instantáneamente a formar parte del enorme y complicado organismo de hierro. Su ser pensante conviértese en autómata. Su cerebro se paraliza.
Como las catorce vueltas necesarias para que el ascensor recorra su trayecto vertical se efectúan en menos de veinte segundos, un segundo de distracción significa una revolución más, y una revolución más, demasiado lo sabe el maquinista, es: el ascensor estrellándose, arriba, contra las poleas; la bobina arrancada de su centro, precipitándose como un alud que nada detiene.
Por eso sus pupilas, su rostro, sus pensamientos se inmovilizan. Nada ve, nada oye de lo que pasa a su alrededor […] Y esa atención no tiene tregua. Apenas asoma por el brocal del pique uno de los ascensores, cuando un doble campanillazo le avisa que, abajo, el otro espera ya con su carga completa.
Y las horas suceden a las horas, el sol sube al cenit, desciende; la tarde llega, declina, y el crepúsculo, surgiendo al ras del horizonte, alza y extiende cada vez más a prisa su penumbra inmensa.
La tarea del día ha terminado. De las distintas secciones anexas a la mina salen los obreros en confuso tropel. En su prisa por abandonar los talleres se chocan y se estrujan, mas no se levanta una voz de queja o de protesta: los rostros están radiantes.
Sólo en el departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana. Es el maquinista. Sentado en el alto sitial, con la diestra apoyada en la manivela, permanece inmóvil en la semioscuridad que lo rodea. Al concluir la tarea, cesando bruscamente la tensión de sus nervios, se ha desplomado en el banco como una masa inerte.
Un proceso lento de reintegración al estado normal se opera en su cerebro embotado. Recobra penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por doce horas de obsesión, de idea fija. “El autómata vuelve a ser otra vez una criatura de carne y hueso que ve, que oye, que piensa, que sufre.”

 

Actividades

Luego de leer el relato, contesta las siguientes preguntas:

1. ¿Cómo considera el narrador el trabajo que realiza el maquinista?

A. Eficaz y productivo, pues el maquinista, al igual que la máquina, no cesa en su funcionamiento.
B. Deshumanizado y agobiante, porque el maquinista se convierte en un engranaje más de la máquina que maneja.
C. Digno y de mayor importancia, pues libera al maquinista de tareas más duras y pesadas como las que realizan los otros obreros.
D. Indigno y humillante, porque su trabajo lo debiera realizar una máquina y no un ser humano.

2. ¿Cuál es una interpretación apropiada para el título del fragmento?

A. El maquinista es la pieza de la máquina necesaria para su funcionamiento, por lo tanto, es el alma de la máquina.
B. La máquina se alimenta de las fuerza del maquinista y adquiere vida, por lo tanto le roba el alma al maquinista.
C. El maquinista abandona su condición humana cuando trabaja, por lo tanto, pierde su alma.
D. La máquina es un obrero más de la producción en la mina, por lo tanto, tiene alma.

3. ¿Cuál es una descripción adecuada del contexto histórico que se refleja en el fragmento?

A. Una sociedad de control y opresión de los individuos, a través del trabajo.
B. Una sociedad donde la tecnología está en estrecha relación con la actividad productiva.
C. Una época de desarrollo industrial en donde se explota al trabajador.
D. Una época donde las máquinas reemplazan al hombre en la actividad productiva.

4. ¿Cuál de las siguientes diferencias entre los mineros y el maquinista NO se puede inferir del fragmento?

Los mineros:

A. sienten emociones como envidia y alegría; el maquinista no manifiesta emociones.
B. nunca perdieron su condición humana, el maquinista sí.
C. sienten odio hacia su trabajo; el maquinista se enorgullece de su labor.
D. forman parte de una comunidad; el maquinista se encuentra solo.

5. Según tu opinión, ¿qué enseñanza podrías sacar de la historia?
6. ¿Qué tipo de cuento es? Explica con tus propias palabras y justifica con ejemplos.

 

El alma de la máquina
Baldomero Lillo [Texto completo]

La silueta del maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer hasta la noche en lo alto de la plataforma de la máquina. Su turno es de doce horas consecutivas.
Los obreros que extraen de los ascensores los carros de carbón míranlo con envidia no exenta de encono. Envidia, porque mientras ellos abrasados por el sol en el verano y calados por las lluvias en el invierno forcejean sin tregua desde el brocal del pique hasta la cancha de depósito, empujando las pesadas vagonetas, él, bajo la techumbre de zinc no da un paso ni gasta más energía que la indispensable para manejar la rienda de la máquina.
Y cuando, vaciado el mineral, los tumbadores corren y jadean con la vaga esperanza de obtener algunos segundos de respiro, a la envidia se añade el encono, viendo cómo el ascensor los aguarda ya con una nueva carga de repletas carretillas, mientras el maquinista, desde lo alto de su puesto, parece decirles con su severa mirada:
-¡Más a prisa, holgazanes, más a prisa!
Esta decepción que se repite en cada viaje, les hace pensar que si la tarea les aniquila, culpa es de aquel que para abrumarles la fatiga no necesita sino alargar y encoger el brazo.
Jamás podrán comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es más agobiadora que la del galeote atado a su banco. El maquinista, al asir con la diestra el mango de acero del gobierno de la máquina, pasa instantáneamente a formar parte del enorme y complicado organismo de hierro. Su ser pensante conviértese en autómata. Su cerebro se paraliza. A la vista del cuadrante pintado de blanco, donde se mueve la aguja indicadora, el presente, el pasado y el porvenir son reemplazados por la idea fija. Sus nervios en tensión, su pensamiento todo se reconcentra en las cifras que en el cuadrante representan las vueltas de la gigantesca bobina que enrolla dieciséis metros de cable en cada revolución.
Como las catorce vueltas necesarias para que el ascensor recorra su trayecto vertical se efectúan en menos de veinte segundos, un segundo de distracción significa una revolución más, y una revolución más, demasiado lo sabe el maquinista, es: el ascensor estrellándose, arriba, contra las poleas; la bobina, arrancada de su centro, precipitándose como un alud que nada detiene, mientras los émbolos, locos, rompen las bielas y hacen saltar las tapas de los cilindros. Todo esto puede ser la consecuencia de la más pequeña distracción de su parte, de un segundo de olvido.
Por eso sus pupilas, su rostro, su pensamiento se inmovilizan. Nada ve, nada oye de lo que pasa a su rededor, sino la aguja que gira y el martillo de señales que golpea encima de su cabeza. Y esa atención no tiene tregua. Apenas asoma por el brocal del pique uno de los ascensores, cuando un doble campanillazo le avisa que, abajo, el otro espera ya con su carga completa. Estira el brazo, el vapor empuja los émbolos y silba al escaparse por las empaquetaduras, la bobina enrolla acelerada el hilo del metal y la aguja del cuadrante gira aproximándose velozmente a la flecha de parada. Antes que la cruce, atrae hacia sí la manivela y la máquina se detiene sin ruido, sin sacudidas, como un caballo blando de boca.
Y cuando aún vibra en la placa metálica el tañido de la última señal, el martillo la hiere de nuevo con un golpe seco, estridente a la vez. A su mandato imperioso el brazo del maquinista se alarga, los engranajes rechinan, los cables oscilan y la bobina voltea con vertiginosa rapidez. Y las horas suceden a las horas, el sol sube al cénit, desciende; la tarde llega, declina, y el crepúsculo, surgiendo al ras del horizonte, alza y extiende cada vez más a prisa su penumbra inmensa.
De pronto un silbido ensordecedor llena el espacio. Los tumbadores sueltan las carretillas y se yerguen briosos. La tarea del día ha terminado. De las distintas secciones anexas a la mina salen los obreros en confuso tropel. En su prisa por abandonar los talleres se chocan y se estrujan, mas no se levanta una voz de queja o de protesta: los rostros están radiantes.
Poco a poco el rumor de sus pasos sonoros se aleja y desvanece en la calzada sumida en las sombras. La mina ha quedado desierta.
Sólo en el departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana. Es el maquinista. Sentado en su alto sitial, con la diestra apoyada en la manivela, permanece inmóvil en la semioscuridad que lo rodea. Al concluir la tarea, cesando bruscamente la tensión de sus nervios, se ha desplomado en el banco como una masa inerte.
Un proceso lento de reintegración al estado normal se opera en su cerebro embotado. Recobra penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por doce horas de obsesión, de idea fija. El autómata vuelve a ser otra vez una criatura de carne y hueso que ve, que oye, que piensa, que sufre.
El enorme mecanismo yace paralizado. Sus miembros potentes, caldeados por el movimiento, se enfrían produciendo leves chasquidos. Es el alma de la máquina que se escapa por los poros del metal, para encender en las tinieblas que cubren el alto sitial de hierro, las fulguraciones trágicas de una aurora toda roja desde el orto hasta el cénit.

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1 Comentario

  1. Muy Bueno.

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