Lee atentamente el siguiente relato:

 

En defensa propia
Rodolfo Walsh

– «Yo, a lo último, no servía para comisario» – dijo Laurenzi, tomando el café que se le había enfriado -. Estaba viendo las cosas, y no quería verlas. Los problemas en que se mete la gente, y la manera que tiene de resolverlos, y la forma en que yo los habría resuelto. Eso, sobre todo. Vea, es mejor poner los zapatos sobre el escritorio, como en el biógrafo, que las propias ideas. Yo notaba que me iba poniendo flojo, y era porque quería pensar, ponerme en el lugar de los demás, hacerme cargo. Y así hice dos o tres macanas, hasta que me jubilé. Una de esas macanas es la que le voy a contar.
Fue allá por el cuarenta, y en La Plata. “Eso le indica – murmuró con sarcasmo, mirando la plaza llena de sol a través de la ventana del café – que mi fortuna política estaba en ascenso, porque usted sabe cómo me han tenido a mí, rodando por todos los destacamentos y comisarías de la provincia.
La fecha justa también se la puedo decir. Era la noche de San Pedro y San Pablo, el 29 de junio. ¿No le hace gracia que aún hoy se prendan fogatas ese día?»
– Es por el solsticio estival – expliqué modestamente.
– Usted quiere decir el verano. El verano de ellos que trajeron de Europa la fiesta y el nombre de la fiesta.
– Desconfíe también del nombre, comisario. Eran antiguos festivales celtas. Con el fuego ayudaban al sol a mantenerse en el camino más alto de cielo.
– Será. La cuestión es que hacía un frío que no le cuento. Yo tenía un despacho muy grande y una estufita de kerosén que daba risa. Fíjese, había momentos en que lo que más deseaba era ser de nuevo un simple vigilante, como cuando empecé, tomar mate o café con ellos en la cocina, donde seguramente hacía calor y no se pensaba en nada.
Serían las diez de la noche cuando sonó el teléfono. Era una voz tranquila, la voz del juez Reynal, diciendo que acababa de matar un ladrón en su casa, y que si yo podía ir a ver. Así que me puse el perramus y fui a ver.
Con los jueces, para qué lo voy a engañar, nunca me entendí. La ley de los jueces siempre termina por enfrentarlo a uno con un malandra que esa noche tiene más suerte, o mejor puntería, o un poco más de coraje que seis meses antes, o dos años antes, cuando uno lo vio por última vez con una vereda y una 45 de por medio. Uno sabe cómo entran, cómo no va a saber, después de verlo llorando y, si se descuida, pidiendo por su madre. Lo que no sabe, es cómo salen. Después hasta le piden fuego por la calle, y usted se calla y se va a baraja porque se palpita que hay un chiste en alguna parte, y no vaya a resultar que el chiste es a costa suya.
Iba pensado en estas cosas mientras caminaba entre las fogatas que la garúa no terminaba de apagar, esquivando los buscapiés de la juventud que también festejaba, como dice usted, lo alto que andaba el sol y, seguramente, la cosecha próxima, y los campos llenos de flores. Para distraerme, empecé a recordar lo que sabía del doctor Reynal. Era el juez de instrucción más viejo de La Plata, un caballero inmaculado y todo eso, viudo, solo e inaccesible.
Entré por un portoncito de fierro, atravesé el jardín mojado, recuerdo que había unas azaleas que empezaban a florecer y unos pinos que chorreaban agua en la sombra. La cancel estaba abierta, pero había luz en una ventana y seguí sin tocar el timbre. Conocía la casa, porque el doctor solía llamarnos cada tanto, para ver cómo andaba un sumario o para darnos un sermón. Tenía ojos de lince para los vicios de procedimiento, la sangre de sus venas pasaba por el código y no se cansaba de invocar la majestad de la justicia, la de antes. Y yo que hasta tengo que cuidar la ortografía, y no hablo de los vicios de procedimiento ya va a ver. Pero yo no era el único. Conozco algunos que pretendían tomarlo en farra, pero se les caían las medias cuando tenían que enfrentarlo.
Y es que era un viejo imponente, con una gran cabeza de cadáver porque año a año la cara se le iba chupando más y más, hasta que la piel parecía pegada a los huesos, como si no quisiera dejarle nada a la muerte. Así lo recuerdo esa noche, vestido de negro y con un pañuelo de seda al cuello.
Con este hombre yo me guardaba un viejo entripado, porque una vez en la misma comisaría, adonde llegó como bala me soltó al tuerto Landívar, que tenía dos muertes sin probar, y más tarde iba a tener otra. Nunca olvidé lo que me dijo: “Es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la justicia”. ¿Y el peligro? – le pregunté. “El peligro lo corremos todos- dijo. Pero fui yo el que tuve que matarlo a Landívar, cuando al fin hizo la pata ancha en los galpones de Tolosa, y yo me acordé del doctor, del doctor y de su madre».
El comisario se agarró el mentón y meneó la cabeza. Como si se riera de alguna ocurrencia secreta, y después soltó una verdadera carcajada, una risa asmática y un poco dolorosa.
– Bueno, ahí estaba sentado ante su escritorio, como si nada hubiera pasado, absorto en uno de esos libracos de filosofía, o vaya a saber qué, pero en todo caso algo importante, porque apenas alzó la cabeza al verme en la puerta y siguió leyendo hasta que llegó al final de un párrafo que marcó con una uña afilada y como de vidrio. Tuve tiempo de sacarme el sombrero mojado, de pensar dónde lo pondría, de ver el bulto en el suelo, que era un hombre, de codearme con un jinete de bronce y, en general, de sentirme como un auxiliar tercero que lo van a amonestar. Recién entonces el viejo cerró el libro, cruzó los dedos y se quedó mirándome con esos ojos que siempre parecían estar haciendo la seña del as de espadas.
Le pregunté, de buen modo, qué quería que hiciera. Contestó que yo sabía cuál era mi deber, que yo conocía, o debía conocer, el Código de Procedimientos, que él, desde ya, se iba a excusar de entender en la causa, pero que su reemplazante de turno era el doctor Fulano, y que no lo tomara a mal si, ya que estaba, observaba con interés profesional la forma en que yo encauzaba el sumario.
Le aseguré que no faltaba más. Le dije que si estaba bien que hiciera una inspección ocular. Hizo que sí con la cabeza. ¿Y que le preguntara algunas cosas y lo tuviese demorado hasta que el doctor Fulano dispusiera lo contrario? Entonces se echó a reír y comentó:
-¡Muy bien, muy bien, eso me gusta!
Moví con el pie la cara del muerto, que estaba boca abajo frente al escritorio, y me encontré con un antiguo conocido, Justo Luzati, por mal nombre “El Jilguero”, y también “El Alcahuete”, con fama de cantor y de otras cosas que en su ambiente nadie apreciaba. Supe tratarlo bastante en un tiempo, hasta que lo perdí de vista en un hospital, pobre tipo.
Pero resultaba bueno verlo muerto así, al fin con un gesto de hombre en la cara flaca donde parecían faltarle unos huesos y sobrarle otros, y un 32 empuñado a lo hombre en la mano derecha, y todavía ese gesto bravío de apretar el gatillo a quemarropa, cuando ya le iban a tirar, o le estaban tirando, y le tiraron nomás y el plomo del 38 que el doctor sacó de algún cajón lo sentó de traste, y entonces se acostó despacio a lagrimear un poco y a morir.
Pero ese viejo, era cosa de ver, o de imaginar, la sangre fría de ese viejo. Dejó el 38 sobre la mesa, con cuidado, porque era una prueba. Me llamó por teléfono, sin levantarse siquiera, porque no había que tocar nada. Y siguió leyendo el libro que leía cuando entró Luzati.
-¿Lo conoce, doctor? -le pregunté.
-Nunca lo había visto.
Entonces, mientras lo estaba mirando, descubrí ese estropicio en la biblioteca que tenía detrás de él.
-¿Y de eso -señalé-, no pensaba decirme nada?
-Usted tiene ojos -respondió.
Había una hilera de tomos encuadernados en azul, creo que eran la colección de La Ley, y uno estaba medio destripado, le salían serpentinas y plumitas de papel, y al lado había un marco de plata boca abajo, un retrato, con la foto y el vidrio perforados.
-Quédese quieto, doctor, no se mueva -le previne y di la vuelta al escritorio, me paré donde se había parado Luzati, donde todavía estaba el agua de sus zapatos, y desde allí miré al viejo, y luego detrás del viejo, y nuevamente esa cara cadavérica y severa. Pero él me corrigió: “Un poquito más a la izquierda”, dijo.
-¿Qué se siente, doctor, cuando a uno le erran por tan poco?
-No se siente nada -contestó- y usted lo sabe.
Entonces me agaché, saqué el 32 de entre los dedos de Luzati, abrí el tambor y allí estaba la cápsula picada y el resto de la carga completa, y hasta el olor de la pólvora fresca. Todo listo y empaquetado para el gabinete Vucetich, donde seguramente iban a encontrar que el plomo de la biblioteca correspondía al 32, y que el ángulo de tiro estaba bien, y todo estaba bien, y se lo iban a ilustrar con dibujitos y rayas coloradas, verdes y amarillas para probar nomás que el doctor había matado en defensa propia.
Puse el 32 junto al otro, sobre el escritorio, y fue entonces cuando él me oyó decir: “Qué raro”, y me miró sin moverse.
-Qué raro, doctor -le dije caminando otra vez hacia la biblioteca-, que usted, que solía tener tan buena memoria, se haya olvidado de este pájaro cantor. Porque a mí no me falla, hace cuatro años usted sentenció en una causa Vallejo contra Luzati, por tentativa de extorsión.
Él se echó a reír.
-¿Y eso? -dijo- Como si yo fuera a acordarme de todas las sentencias que dicto.
-Entonces tampoco recordará que en el treinta lo condenó por tráfico de drogas.
Me pareció que daba un brinco, que iba a pararse, pero se contuvo, porque era un viejo duro, y apenas se pasó una mano por la frente.
-En el treinta -murmuró- Puede ser. Son muchos años. Pero usted quiere decir que no vino a robar, sino a vengarse.
-Todavía no sé lo que quiero decir. Pero qué raro, doctor. Qué raro que este infeliz, que nunca asaltó a nadie, porque era una rata, un pobre diablo que hoy se puso la mejor ropa para venir a verlo a usted, alguien que vivía de la pequeña delación, del pequeño chantaje, del pequeño contrabando de drogas: alguien que si llevaba un arma encima era para darse coraje; que este tipo, de golpe, se convierta en asaltante y venga a asaltarlo a usted.
Entonces él cambió de postura por primera vez, giró con el sillón y me vio con el retrato entre las manos, ese retrato de una muchacha lejana, inocente y dulce, si no fuera por los ojos que eran los ojos oscuros y un poco fanáticos del juez, esa cara que sonreía desde lejos aunque estaba destrozada de un tiro certero, porque el vencido amor y la sombra del odio que le sigue tienen una infalible puntería.
Le devolví el retrato, le dije:
“Guardeló. Esto no tiene por qué figurar aquí”, y me senté en cualquier parte sin pedirle permiso, pero no porque le hubiera perdido el respeto, sino porque necesitaba pensar y hacerme cargo y estar solo. Pensar por ejemplo en esa cara que yo había visto dos años antes en una comisaría de Mar del Plata, esa cara devastada, ya no inocente, repetida en la foto de un prontuario donde decía simplemente “Alicia Reynal, toxicómana, etcétera”. Pero cuando pasó un rato muy largo, lo único que se me ocurrió decirle fue:
-Hace mucho que no la ve.
-Mucho -dijo, y ya no habló más, y se quedó mirando algo que no estaba. Entonces volví a pensar, y ahí debió ser cuando descubrí que ya no servía para comisario. Porque estaba viendo todo, y no quería verlo. Estaba viendo cómo el “Alcahuete” había conocido a aquella mujer, y hasta le había vendido marihuana o lo que sea, y de golpe, figúrese usted, había averiguado quién era. Estaba viendo con qué facilidad se le ocurrió extorsionar al padre, que era un hombre inmaculado, un pilar de la sociedad, y de paso cobrarse las dos temporadas que estuvo en Olmos. Estaba viendo cómo el viejo lo esperó con el escenario listo, el tiro que él mismo disparó -un petardo más en esa noche de petardos- contra la biblioteca y contra aquel fantasma del retrato. Estaba viendo el 32 descargado sobre el escritorio, para que Luzati lo manoteara a último momento y hasta apretara el gatillo cuando el viejo le apuntó. Y lo fácil que fue después abrir el tambor y volver a cargarlo, sin sacarlo de la mano del muerto, que era donde debía estar.
Estaba viendo todo, pero si pasaba un rato más, ya no iba a ver nada, porque no quería ver nada. Así que al final me paré y le dije:
-No sé lo que va a hacer usted, doctor, pero he estado pensando en lo difícil que es ser un comisario y lo difícil que es ser un juez. Usted dice que este hombre quiso asaltarlo, y que usted lo madrugó. Todo el mundo lo va a creer, y yo mismo, si mañana lo leo en el diario, es capaz que lo creo. Al fin y al cabo, es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la compasión.
Era inútil. Ya no me escuchaba. Al salir me enganché por segunda vez junto al “Alcahuete”, y de un bolsillo del impermeable saqué la pistola de pequeño calibre que sabía que iba a encontrar allí, y me la guardé. Todavía la tengo. Habría parecido raro, un muerto con dos armas encima.
El comisario bostezó y miró su reloj. Lo esperaban a almorzar.
-¿Y el Juez?- pregunté
-Lo absolvieron. Quince días después renunció y al año se murió de una de esas enfermedades que tienen los viejos.

Video: “Variaciones Walsh – En defensa propia”

 

Actividades

Lee la siguiente teoría:

La Literatura Policial en la Argentina

En la antología de cuentos policiales argentinos que Walsh publicó en 1953, había un relato de Jorge Luis Borges, “La muerte y la brújula” (1942). En él, el detective Lönnrot, un investigador de enigmas y de la razón, comete un error fatal. Un año antes, y junto con Adolfo Bioy Casares, había escrito “Los seis problemas para don Isidro Parodi”, (1941). Don Isidro estaba en la cárcel y, desde su celda, resolvía los casos que le traían.
Esos relatos están influidos por el policial de enigma; son herederos, sobre todo, de la vertiente inglesa del género, representada por Sherlock Holmes. Sin embargo, el género sufre transformaciones en las producciones locales. Así como “La muerte y la brújula” de Borges muestra un detective capaz del error, don Isidro es, como su apellido lo indica, una parodia del crimen que sucede a puertas cerradas: el investigador mismo es quien se encuentra encerrado en prisión.
Las transformaciones más notorias del policial de enigma argentino se centran fundamentalmente en dos aspectos: la figura del comisario y el lugar de los hechos.

La figura del comisario

En los policiales de enigma argentinos, si bien el caso requiere de la observación de los detalles y de la lectura de indicios, el investigador no es aquel inteligente y razonador detective inglés. Es un comisario, casi siempre retirado o próximo a jubilarse, inculto, que basa su saber en la experiencia. Sus años de trabajo en diversas comisarías pueblan su memoria de casos difíciles o complejos, de anécdotas vinculadas a su propia vida.
Se trata, por lo general, de un hombre provinciano, soltero, que recuerda viejos casos frente a un periodista o un escritor, en un bar, mientras juegan una partida de ajedrez o con una mesa de billar como telón de fondo. Es Daniel Hernández o Laurenzi, en los cuentos de Rodolfo Walsh, Leoni, en los relatos de Adolfo Pérez Zelaschi; o don Frutos Gómez, en las historias de Velmiro Ayala Gauna. Todos ellos son personajes simples, que utilizan el sentido común en sus razonamientos.
Laurenzi, el comisario de “En defensa propia”, llegó a formar parte de la institución policial casi por casualidad. En este cuento recuerda con abatimiento el final de su carrera, con cierta sensación de fracaso: “Yo notaba que me iba poniendo flojo. Y era porque quería pensar, ponerme en el lugar de los demás, hacerme cargo.” Así, cuando se coloca “en el lugar de los demás” y analiza los hechos desde el punto de vista del criminal, esto es, desde la perspectiva del juez Reynal, siente que “afloja”. La justicia y la verdad se ponen en cuestión en esos textos, pues los criminales también han sido víctimas y los roles, en esos casos, nunca son fijos.

El lugar de los hechos

En la convocatoria a un concurso de cuentos policiales, las bases anunciaban lo siguiente: “Concretamos en esta página el anuncio hecho en nuestro número anterior: Vea y Lea, junto con Emecé Editores S.A., ha organizado un concurso de cuentos policiales, abierto a todos los escritores, sin otra limitación que la que establece la exigencia de que el ambiente de los cuentos sea argentino”. El propósito de los organizadores era, claramente, fomentar cierta producción literaria policial en el marco de un escenario local. Por su parte, la tendencia de los escritores fue situar sus historias en el contexto de un bar, donde la narración tiene lugar mesa de por medio.

Ahora responde:

1. “Estaba viendo las cosas y no quería verlas”, dice Laurenzi, al inicio del relato. ¿Cómo se relaciona esta frase con la actitud observadora del detective de enigma?
2. Relee el fragmento donde se menciona la noche de San Pedro y San Pablo. ¿Qué sabe Laurenzi de esa fiesta? ¿Qué información aporta el narrador? Considerando esto, define el grado de cultura del comisario. Busca otros ejemplos vinculados con sus saberes y conocimientos.
3. “Usted calla y se va a baraja porque se palpita que hay un chiste en alguna parte, y no vaya a resultar que el chiste es a costa suya”, explica Laurenzi. ¿Cuál sería el chiste en este caso?
4. La ley, la justicia y la verdad son temas que aparecen en este relato. ¿Cómo se trabaja cada uno? Creer en ellas, ¿es posible o no?

Luego de leer “La literatura policial en la Argentina”, responde:

5. Analiza qué datos obtiene Laurenzi cuando inspecciona la escena. ¿Cuáles son los indicios para develar qué sucedió allí?
6. ¿Qué tipo de lector es Reynal? ¿Cómo usa Laurenzi el tiempo de lectura del juez?
7. Explica la posición de Laurenzi en relación al saber y la lectura, ¿cómo se vincula esa posición con el saber que otorga la experiencia?
8. Analiza y discute las posiciones de víctima y victimario del juez Reynal y el Alcahuete.

 

Otras Actividades

Lee la siguiente teoría:

El policial argentino

El relato policial surge en la Argentina a finales del siglo XIX con “La pesquisa” (1884) de Paul Groussac. Los escritores de este período siguen los modelos clásicos extranjeros, sin variaciones, pero desde la década de 1940, el policial argentino comienza a adoptar una identidad propia. Borges con “La muerte y la brújula” incorpora la figura del comisario criollo, que tiene a su cargo el develamiento del enigma, pero con características diferentes a las del detective de procedencia anglosajona.
Un personaje propio del policial argentino es el comisario de pueblo, humilde y de aparente inocencia, con más experiencia de vida que rigor deductivo.
Inserto en la institución policial, nuestro investigador cobra un sueldo para desempeñar su función. Algunas veces comparte con el detective clásico su característica de célibe.
En cuanto al esquema narrativo, en muchos relatos de producción argentina es similar al del policial clásico, aunque en algunos casos la función del ayudante que escucha el relato del detective y lo narra, es reemplazado por un periodista o escritor que no ha participado de los hechos, dado que estos ocurrieron en un pasado lejano y que el comisario está recordando.
Otros relatos toman la voz del investigador que nos lleva a los lectores como acompañantes por su recorrido deductivo.
Se podría afirmar que los relatos policiales argentinos están marcados por un antiintelectualismo que indica un nítido contraste entre la cultura y la vida: una idea de que la biblioteca y los libros no sirven y de que el saber elemental y práctico del hombre simple es la verdad.

Fuente: Cuentos con detectives y comisarios, Ed. Colihue y Cuentos policiales argentinos, Ed. Estrada

1. ¿Qué características del policial argentino presenta este cuento? ¿Por qué es posible clasificar al cuento como un policial negro?
2. Imagina y deduce el significado de las siguientes expresiones coloquiales, de acuerdo con el contexto en el que aparecen:

a) Hacer la pata ancha:
b) Guardar un entripado:
c) Madrugar a alguien:

3. Responde:

a) ¿Quién es el protagonista?
b) ¿Por qué Laurenzi afirma que al final de su carrera no servía para comisario?
c) ¿Cuál es el enigma que plantea el relato?
d) ¿Por qué el cuento se titula “En defensa propia”?
e) ¿Por qué es posible afirmar que hay dos víctimas posibles y dos culpables?
f) ¿Dónde acurre el asesinato? Transcribe dos citas textuales.

4. Señala con V (Verdadero) o F (Falso) y justifica cada respuesta con una cita del texto:

__ Laurenzi utiliza el razonamiento para develar el misterio.
__ Laurenzi tiene una buena relación con el juez.
__ Laurenzi es una persona culta y refinada.
__ Laurenzi resuelve el caso, aunque no triunfa la justicia.

 

Otras actividades

Luego de ver el video “Variaciones Walsh – En defensa propia”, contesta:

1. ¿Por qué Laurenzi afirma que al final de su carrera no servía ni para comisario?
2. ¿Cuál es el enigma que plantea el relato?
3. ¿Por qué el cuento se llama “En defensa propia”?
4. Luego de ver el video, realiza un listado de similitudes y diferencias entre el cuento y el corto.

 

Otras Actividades

1)- Responde las siguientes preguntas:

a)- ¿Por qué el comisario insiste que ya no sirve para ese trabajo? ¿Qué historia relata para sostener este argumento?
b) ¿Cómo era el Juez Reynal? ¿Qué relación lo unía a Luzatti?

2)- Elije la opción correcta y justifica.

La causa del crimen del Juez es un robo/ una venganza / un accidente.
Por eso es posible afirmar que asesino obró por emoción violenta/ en defensa propia/ premeditadamente.
El título del cuento se refiere al móvil del crimen/ la estrategia del juez/ la interpretación del comisario.

3) -Describe a la víctima del asesinato y especifica cuáles eran los antecedentes policiales.

4)- Enumera con qué pistas se encuentra el comisario para resolver el caso del asesinato. Clasifícalas en verdaderas o preparadas. Justifica la clasificación.

5)- Explica con tus palabras la frase “Es mejor que ande suelto un asesino y no una ruedita de la justicia”.

6)- Resuelvan:

a)- Completa una ficha sobre los verdaderos hechos del caso investigado. Consigna estos datos:

· Delito:
· Sospechoso:
· Culpable:
· Móvil del delito:

b) -Explica por qué el comisario decidió no acusar al verdadero culpable.

 

Otras actividades

a. ¿Por qué es posible postular que en este cuento hay dos víctimas posibles y dos culpables?

b. ¿Dónde ocurre el asesinato? Transcribe al menos dos citas del texto que describan el lugar.

c. Señala cuáles de las siguientes afirmaciones respecto de la figura del investigador del cuento son Verdaderas (V) y cuáles, Falsas (F). Justifica cada respuesta con una cita textual.

· El comisario Laurenzi es un hombre de fortuna.

· Laurenzi utiliza el razonamiento para develar el misterio.

· Laurenzi tiene una buena relación con el juez.

· Laurenzi es una persona culta y refinada.

· Laurenzi resuelve el caso, aunque no triunfa la justicia.

d. Indica en qué tipo de policial se encuadra el cuento de Rodolfo Walsh. Justifica tu respuesta.

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