Lee atentamente el siguiente relato:

 

Escuela Shalaca
Jorge W. Ábalos

Escuela rural sobre las barrancas del Salado, en Santiago del Estero. El edificio, un rancho bajo, de adobes y palo a pique revocado y enlucido; techo de jarilla, aibe y tierra en capas espesas, lujo de regiones como ésta, donde se da la fuerte madera de quebracho colorado.
El aula, con sus chicos adentro, tiene un tufillo como áspero-suave de cuerpecitos que no conocen el baño; pero apenas si echan un ligero olor silvestre, animal, y a humo de fogón.
A veces identifico, por el sutil y grato aroma, a quien lleva los bolsillos preñados de las blancas rosetas de maíz. Le saco un puñadito (él se siente inmensamente importante por esto) y voy echando de uno a uno los blandos granos a la boca mientras recorro los bancos.
Todos estos olores, mezclados con el de la viruta de los lápices y otros que no identifico, dan al aula campesina esa aroma tan grata al recuerdo.
Estoy examinando los deberes que los chicos han traído ya preparados de sus casas. José (le decimos Sity) abre a mi requerimiento un cuaderno desprolijo, de puntas rizadas, con hojas a las que el borrador ha perforado en su función sanitaria. Pero… la verdad es que el deber de hoy, para lo que Sity es capaz, resulta extraordinario.
―¡Che!… ¡Qué lindo deber!… ―le doy la mano―. Te felicito, amigo.
Sity me abandona su mano y mientras se la retengo el tipo se retuerce todo, satisfecho. De pronto pongo cara seria y señalándolo con actitud acusadora, le suelto:
―¡Pitaj ruapusora!
Él se alarma y responde:
―Nokha…
―Ya sé que lo has hecho vos, hombre; te lo preguntaba en broma.
Los chicos se han levantado de sus bancos y nos rodean.
Acerco la cabeza a la del chango y le pregunto en voz baja:
―¿Qué clasificación quieres que te ponga en el cuaderno?
Sity me dicta una cifra al oído, mientras mira de reojo a los demás. Tomo el cuaderno y asiento la clasificación. Los chicos me miran asombrados. En el cuaderno de Sity hay un hermoso número 20 en lápiz rojo.
Sity queda muerto de gusto.
Continúo recorriendo las filas de bancos, revisando deberes. Cuando le toca el turno a Chacho, él sonríe avergonzado y protege su cuaderno con las dos manos, sin abrirlo. Lo tomo de los brazos y tironeo un poco para levantárselos: pero el chango no afloja.
―¿Has hecho tu deber, Chacho?
Sacude la cabeza, indicando que no. Pongo cara maligna, y le pregunto:
―¿Por qué no lo has hecho? ¡Ah!… Ya sé: están pariendo las chivas y has debido quedar con la majada para que las crías no sean llevadas por el carancho o por el zorro…
Sonríe captando la ironía; no es época de parición.
―Mirá, señor ―me cuenta mientras juguetea con el botón de la manga de mi saco―. Ayer, cuando me he ido de la escuela, he llevado las ovejas a pastear. Cuando he vuelto por la tarde, nos hemos puesto a jugar con los chicos. “Total… ―me he dicho―, haré el deber por la noche.” Después de comer…
―¿Qué has comido?
―Mate con tortilla.
―¿Calentita la tortilla?
―Calentita. Después ―agrega Chacho―, he querido hacer mi deber; pero, sabes, señor… me he quedado dormido.
―Bueno… a cualquiera le pasa.
Le doy un empujoncito cómplice y me dispongo a continuar la revisión por los otros bancos.
Chacho me propone:
―Te voy a pagar mañana, señor; haré dos veces el deber.
―Para qué, hombre…
Ahora llego al banco de María Luisa (esta chica no está anotada en el Registro Civil; tengo que ocuparme de eso). Por su aspecto diríamos que tiene cinco años; es posible que sean siete. Sus ojos son claros; en su carita ―más blanca que la de los otros chicos― se observan algunas pecas.
Cuando María Luisa llegó, hace pocos días, le pregunté:
―¿De dónde vienes?
Miró a los chicos, sin entender, como buscando auxilio. Insistí en quichua ahora:
―¿Maimanta amunqui?
―Caru manta (de lejos) ―respondió.
Abro el cuaderno de María Luisa; ella está recostada contra el respaldo del banco, con el dorso de su manito en la boca, en actitud medrosa y reservada. Su deber tiene de modelo las vocales, que María Luisa ha reproducido con más imaginación que habilidad.
―¿Qué es esto, María Luisa? ―le pregunto mientras trazo con el dedo la letra o en el cuaderno.
Ella mira, pero no responde. Insisto en el movimiento circular que marca la o y lo continúo, procurando su respuesta. María Luisa me mira de reojo:
―Muyu (redondo) ―dice.
Lo que quería expresar mientras seguía con sus ojitos el movimiento, era: “Estás haciendo que tu dedo gire”.
He terminado de revisar los deberes. Voy al frente y anuncio a la clase:
―Mañana iré al pueblo.
Los chicos prestan atención.
―¿Qué quieren que les traiga del pueblo?
―¡Traeme un pan así de grande! ―dijo Simón y abrió sus bracitos lo más que pudo.
El picaflor que tenía su nido en un rincón del techo entró volando zumbador.
Elo (se llamaba Eleuteria, le decimos Elo), con sus diez o doce años y su cuerpecito cubierto sólo por un vestido ya tizado, viene de noche a prepararme la cena. Suele acompañarla una ristra de chicos a quienes no conozco porque no tienen aún edad escolar. Supongo que son hermanitos o primos de Elo.
Escribo sentado al escritorio del aula. La luz de la lámpara a gas de carburo alumbra esta zona de la larga y estrecha habitación; el resto, con los bancos en fila, quedan en la semipenumbra.
Elo saluda tímidamente al llegar; pareciera que la abruma esta responsabilidad. Se va a la pequeña cocina de paredes de quincha, en donde comienza los menesteres para preparar la cena elemental: algún guisito, un asado de carne de majada, zapallo hervido en leche de cabra… Yo sigo leyendo y me olvido de ella.
Vagamente advierto sombras que se deslizan dentro de la habitación. De vez en cuando levanto la vista y me encuentro con varios pares de ojos negros, temerosos, que no me pierden pisada. Son los silenciosos compañeros de Elo que han penetrado sigilosamente y se han sentado en los bancos. No les dirijo la palabra; si les hablara, seguramente que comenzarían a temblar y saldrían huyendo como potrillos chúcaros. Nos entendemos así, mirándonos y callando.
Cada vez que a lo largo de los minutos levanto la cabeza de los papeles me encuentro con la mirada fija de ellos; pero ellos están cada vez ubicados en lugares diferentes. Me parecen piezas morenas de un tablero de ajedrez, movidas por jugadores invisibles.
Cuando está lista la comida, Elo tiende la mesa en el mismo escritorio en el que trabajo.
Mientras como, no levanto la cabeza. No quiero encontrarme con la mirada fija de ellos, que me miran comer. Los bocados a veces se atragantan un poco.
Elo recoge la mesa. Los chicos salen tras ella hacia la cocina, tan silenciosamente como han entrado. Me tranquiliza advertir que Elo echa siempre un puñadito de arroz más del necesario al guiso. Seguramente que ella come un poquito menos de la ración que le corresponde, y que su pan se reparte en trozos muy pequeños.

Juancito vino esa tarde con su madre. Ella es morocha, alta y seca.
Luego de mantener una charla intrascendental dejamos ―como personas educadas que somos― que la conversación languidezca y, en el momento de despedirse, ella me dice que mi alumno quiere que yo lo apadrine. Ha llegado al pueblo un cura que se ocupará de bautizar a los chicos y matrimoniar a los padres.
¿Apadrinarlo yo? Eso me resulta insólito. Le explico que no permaneceré siempre en el lugar, y que no conviene que el chico se quede luego sin padrino. Ella no insiste. Se despide y se va con Juancito a la saga.
Cuando fui a visitar al cura lo encontré inclinado sobre un lavatorio con agua fría, sin lograr contener una hemorragia nasal. Le sugiero el método elemental de oprimirse con un dedo el lado de la nariz de donde sale la sangre, a la altura del cornete. Para su sorpresa, la efusión se cohíbe.
Me gusta el hombre. Trata a la gente con cierta actitud resuelta y agresiva que debe de tener éxito en estas regiones. Se cuenta de él que en una revolución paraguaya piloteó la locomotora de un tren de revoltosos. El curita me parece capaz de eso y de mucho más.
Luego de largas conversaciones con él he llegado a la conclusión de que apadrinar a los chicos puede significar un beneficio para la estabilidad de la pequeña y precaria escuela rural. Si me someto al compadrazgo con los pobladores tendré la permanente adhesión de ellos.
Es por esto que por la mañana, al salir de mi pieza ―la verdad es que los chicos me despiertan―, la mitad por lo menos de mis alumnos se hincan de rodillas y uno a uno me pide: “La bendición, padrino”. Extiendo el brazo, con la palma de la mano hacia abajo, sobre sus cabecitas de cabellos retintos, y emito la fórmula: “Dios te haga un buen cristiano”. Alguna vez, en voz baja, uno de ellos me dice: “Con la otra mano, señor”. Porque soy zurdo, y poco entiendo de estas cosas.
¿Y Juancito? Permanece alejado, silencioso. Hay en la posición de su delgado cuerpo una actitud lateral de rechazo. Su morena carita resentida me persigue a través de los años. Si yo pudiera, Juancito, después de tanto tiempo… Pero no; nada se puede hacer ya.
Suelo visitar a don José María Gómez, el poblador más acomodado de la región; es el propietario de las tierras en las que está instalada la escuela. Es también el dueño de la pradera que se extiende por leguas hasta el río. Sus majadas de ovejas y de cabras están integradas por millares de cabezas.
El ámbito doméstico de “las casas” de Don José María se compone de un grupo de ranchos en los que vive la familia, incluso los hijos casados.
Aunque la escuela está situada a unos pocos centenares de metros, llego a caballo con el ensillado completo, así lo exige la cortesía. Si me presentara a pie o con una carona sobre el lomo del caballo se consideraría un desaire.
Don José María es de talla mediana y tronco grueso; su cara, aindiada; su barba, rala. ¿Su edad? Entre cuarenta y cinco y setenta años.
Al llegar saludo desde el caballo. Me apeo sólo cuando me invitan a hacerlo. Nos damos la mano tocándonos los dedos apenas. Me invitan a sentarme en las anchas y petisas sillas de madera con asiento de cuero vacuno ubicadas debajo de los enormes algarrobos del patio.
Allí me estoy con don José María. El cuerpo se relaja en la silla cómoda. El tiempo, no importa. Los ojos se aquietan mirando hacia la pampa interminable. “Parece que no va a llover…”, comento mirando hacia los pozos lejanos, donde el largo ir y venir del caballo que tira del balde volcador me da la medida de la increíble profundidad a que está el agua. Él mira el cielo y ratifica el pronóstico desalentador: “Cierto: no va a llover”.
La llanura resplandece a los rayos de un sol que calienta a pesar de aproximarse al poniente. “Ya se están queriendo alargar los días”, comento. “Y es claro, ya es tiempo”, responde.
Así nos estamos. No hay violencia en nuestros largos silencios. Cuando quiero, me voy.
Sé que don José María ha comentado: “Cómo me gusta conversar con ese hombre”.
―…noches, señor.
―¡Hola Shanty! ―me volví en la silla, dejando la máquina de escribir de lado―. Adelante, hombre. ¿Qué lo trae a estas horas de la noche?
Shanty se adelantó y volvió luego hacia la puerta para arrojar el pucho de su cigarro de chala.
―Y… aquí andamos…
―¿Qué sabe del agua del río? ―pregunté para acelerar la conversación y llegar al asunto que lo traía.
―Dicen que debe venir ya por Bandera Bajada. A lo mejor la tenemos aquí dentro de dos semanas.
―Ojalá…
―Señor… ―comenzó a armar otro cigarro―. Parece que la hijita de la Cunshy, la mujer del Dunico, está muy mal.
―¿Qué es lo que le pasa? No he oído decir que estuviera enferma. ¿Cuál de las hijas es?
―La más chiquita. Parece que esta mañana la ha picado la arañita coral.
―¡Pero hombre!… ¿Por qué no han venido más temprano a avisar? ¿Quién la está curando?
―Bueno… esta mañana la han llevado a lo de doña Naty; ella le ha puesto unos emplastos y le ha dado una bebida de yuyos; pero no le han hecho bien. Después, cuando ya estaba muy mal la han llevado a la casa del ciego Herco, que le ha cantado los versos que hacen dulce el veneno de la araña; pero parece que tampoco le ha andado ese remedio, que sabe ser muy bueno.
―¿A dónde llevaban a la chica esta tarde? Vi pasar un grupo de mujeres por el camino y ahora pienso que ellas llevarían a la criatura.
―Debe ser cuando la llevaban a lo de don Sánchez. Él está autorizado para bautizar en caso de apuro.
Shanty encendió el cigarro, chupando largo. Miró la punta del armado mientras echaba el humo. Luego se resolvió.
―Señor… dice la Cunshy si es que no quieres verle la chica.
―¡Cómo no! ¡Vamos!
El rancho de Dunico no quedaba a más de un kilómetro. Cuando llegamos penetré a la única pieza que tenía. A la incierta luz de un candil de hojalata vi a la mujer, tendida en el suelo, entre unas cobijas. A su lado, la pequeña cría moribunda.
―¿Qué les está pasando con la chica?
―Y… señor… Muy mal está. Parece que se va a cortar.
―Me ha dicho Shanty que la picó una arañita.
―Sí. Elías, hacéle ver la araña al señor.
Elías trajo la araña aplastada. Las bandas rojas y negras de su abdomen denunciaban a la temible rastrojera.
―¿Vos creés que la chica morirá? ―le pregunté.
―Sí. ¿No ves que se está muriendo?
―Mirá. Yo tengo una inyección que puede servir para esto; pero no estoy seguro de cómo le andará ya; creo que es tarde. ¿Quieres que probemos?
―Y… cómo no, señor.
Levanté a la criatura y sobre la mesa desaté los trapos que la cubrían. Su carita estaba contraída en un gesto de sufrimiento. Su cuerpo tiritaba y resultaba imposible estirar sus bracitos cuyos músculos, tetanizados por el veneno, los contraían.
Era un emocionante trocito de carne dolorida. En su espalda, una casi invisible marquita roja indicaba el lugar de la picadura. Era un pobre animalito martirizado. Cada movimiento que yo hacía con ella, cada rozadura le provocaba ramalazos de tormento. El cuerpecito no alcanzaba ya para tanto sufrimiento. Comencé a sentir cómo el dolor rebasado, saliendo de él invadía mis carnes, sensibilizaba mis fibras y me tomaba todo.
Cuando estaba haciendo la inyección del antídoto que aplicado a tiempo hubiera salvado su vida, sentí que el cuerpecito se relajaba.
Retiré la aguja, de la inyección ya innecesaria.
Envolví el cuerpo en los trapos y se lo devolví a la madre, quien lo recibió sin que su cara evidenciara emoción alguna.

(La madre de este angelito
qué dichosa no será,
que el Señor lo ha recogido
a su hijito en buena edad.)

Contemplábamos con los chicos la flamante olla de fierro en cuya negra y espaciosa panza cinco galones de locro hervían, gorgoteando en burbujas que al estallar emitían un mensaje humeante que provocaba contracciones viscerales.
En el revoltijo del hervir, la espesa superficie mostraba, en cambiante paisaje, maíz blanco florecido, rodajas de ocoti, carne deshilachada, trozos de patata y de zapallo. Era difícil romper el magnetismo del poderoso imán que acercaba a la olla vaporosa. Estaba rico ese locro. Como excepción de lujo, por tratarse de la inauguración del comedor escolar, le había hecho agregar chorizos colorados.
La cocinera lugareña no pudo entender cuando le dije que el pan debía ser entregado a cada uno con la ración de locro. “Ellos no tienen dos bocas”, opuso. Viendo a los chicos comer dudo que no las tuvieran.
Ambrosio esgrimió, mostrándolo, su plato vacío. Se lo rellené. Ojos morenos espiaron la maniobra por el rabillo y el ritmo de las cucharas se aceleró. Pero había para repetir.
Rato después, Chacho, sonriente los ojos y con una serenidad en sus rasgos que yo no le conocía, me dijo, desperezándose ahíto:
―Señor… ¡Al fin he quedado como yo quería!
Me volví hacia el salitroso paisaje de jumes y de pencas. Las imágenes se me desdibujaron cuando la superficie de mis ojos perdió su curvatura en lente líquida.

 

Actividades

1. ¿Quién narra la historia en este relato? ¿Qué tipo de narrador es? Extrae ejemplos que confirmen tu aseveración.
2. En el siguiente diálogo entre el maestro y Sity, ambos hablan en quechua, sin embargo es posible entender lo que se dicen por el contexto. ¿Cómo traducirías el dialogo con tus propias palabras?

―¡Pitaj ruapusora!
Él se alarma y responde:
―Nokha…

3. ¿Cómo es el trato entre el maestro y sus alumnos? ¿A qué crees que se deba? Explica. ¿Es el mismo que tienes con tu profesor o maestro?
4. El autor utiliza la descripción como una herramienta para hacer que el lector se adentre en el relato. ¿De qué forma describe a:

a) La escuela.
b) Los chicos.
c) El cura.
d) Don José María Gómez.

5. ¿Quién era Elo? ¿Qué funciones desempeñaba para el maestro? ¿Quiénes eran sus “ayudantes” y cómo se relacionaban con el maestro?
6. ¿A qué se debe el rechazo y resentimiento de Juancito con el maestro? Explica con tus propias palabras la situación que provocó esta reacción. ¿Cómo se siente el maestro al respecto?
7. Cuando el maestro se refiere a don José María Gómez y cuando se cuenta el episodio de “la hijita de la Cunshy”, se dejan entrever costumbres y creencias propias del lugar, ¿cuáles son esas costumbres y creencias?
8. Este cuento es realista, ¿por qué? Fundamenta con tus propias palabras y extrae ejemplos que respalden tus dichos.

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