Lee atentamente el siguiente relato:

 

La yararacusú
Horacio Quiroga

Si se exceptúa a algunas pequeñas y torpes víboras de coral, la totalidad de nuestras serpientes venenosas son yararás. Puédese casi asegurar a ciencia cierta que todo hombre o animal doméstico o salvaje muerto por una víbora, ha sido mordido por una yarará.
Estas víboras pertenecen a ocho o diez especies distintas, pero sumamente parecidas entre sí. Tan vivo es el parentesco, que apenas algunas especies se diferencian del resto de la familia por dos o tres caracteres sensibles.
En la Argentina, la yararacusú goza en primer término de este privilegio, por ser la más grande, la más fuerte, la más hermosa y la más mortífera de todas las primas hermanas. Merece, pues, ser considerada la reina de nuestras víboras.
Hacía ya tiempo que no había trabado relación con estos animalitos sin lograr contacto con un poderoso ejemplar, cuando la casualidad me puso a cinco centímetros de la muerte en el fondo de un pozo, con una yararacusú por todo auxilio.
He aquí en qué prolijas circunstancias: persistiendo desde tiempo atrás la sequía, en Misiones, una siesta de verano me trasladé al monte, con el fin de limpiar un pozo cuya profundidad no pasaba de dos metros, y que manaba apenas tres gotas de agua por minuto.
En un monte de aquellos reina naturalmente el crepúsculo. El ambiente, privado del menor soplo de aire, es asimismo asfixiante. Sin camisa, pues, a despecho de las esquirlas de piedra que levantaba el pico, yo trabajaba concienzudamente en el pozo.
Para mover las grandes piedras del fondo, tuve que recurrir a la barreta, haciendo palanca con la espalda contra las paredes del pozo. Concluida esta tarea, alisé en lo posible las piedras a medio desprender de las paredes, quitando algunas y forzando a otras en su alvéolo.
Iba ya a dar fin al trabajo aquel, cuando al llevar la mano a una piedra saliente, a la altura de mis hombros, creí notar en un sombrío si bien poco profundo hueco que se abría encima de ella, algo equívoco que no formaba precisamente parte de la piedra. Sin detenerme a considerar qué podría ser o no ser aquello, cogí la punta de la piedra para levantarla. Y entonces distinguí sobre el fondo oscuro, y totalmente abiertas en su blancura de nácar, las dos mandíbulas de una enorme víbora.
Yo estaba, como he dicho, sin camisa; y la bestia estaba agazapada a cinco centímetros de mi cuello. Su cabeza reposaba sobre la piedra, casi a ras de la pared. Durante dos o tres horas yo me apoyé de hombros y de cabeza contra todas las piedras de las paredes, haciendo palanca sobre la barreta. Veinte veces la lúgubre bestia tuvo mi cuello a tiro de sus colmillos. Y había sido necesaria mi torpe tentativa de quitarle su almohada, para que la yararacusú me diera voz de alerta.
Pues ésta es, sin duda, la moral de la víbora:
Tras el primer instante de inquietud ante mi presencia en el pozo, ella había adquirido por mis maniobras la certeza de que yo no pretendía hacerle daño. Me observó seguramente de hito en hito durante las tres horas, sin mover su garganta de la piedra. Tal vez yo sacudí con el hombro o la cara su misma piedra, ofreciéndole las carótidas a cuatro dedos, sin que ello alcanzara a cambiar su pacífica aunque sombría expectativa a mi respecto.
Pero cuando yo levanté decididamente la piedra que le servía de almohada, ella desgarró súbitamente hasta la vertical sus fauces de nácar.
―¡Cuidado! ―quería decirme―. ¡Si no me dejas tranquila, muerdo!
Esta es la moral de la víbora, y yo vivo aún para confirmarla. Pero mi moral ―la nuestra― sufrió con la circunstancia un rudo quebranto. A despecho de las botas, los tubos de suero y la constante preocupación contra las víboras, yo acababa de entregarme, de entregar literalmente las arterias del cuello desnudo a una venenosísima yarará. De haber sido mordido en tal sitio y por tal bestia (medía más de dos metros), yo no hubiera tenido más tiempo que el de acordarme a prisa de mis chicos, para quedar luego muy tranquilos, en el fondo del pozo, el pico, la barreta y yo.
Quien quedó en cambio en idéntica compañía, fue la yararacusú. Di menos pruebas de honradez que la víbora, lo reconozco; pero cuando se tiene cuarenta y tantas gotas de veneno en cada glándula, no se debe dejar testigo vivo de su poder.

 

Actividades

1. ¿A qué se refiere el protagonista cuando habla de la “moral” de la víbora?
2. La víbora y el protagonista, ¿poseen la misma “moral”? Explica.
3. ¿Por qué motivos la yararacusú no muerde al protagonista?
4. ¿Por qué el hombre mata a la víbora a pesar de que ésta no le hizo nada? Vos, ¿qué hubieras hecho en su lugar?
5. ¿Cuál de los siguientes temas crees que se adecua más al relato?

a) La moral.
b) La venganza.
c) El poder.
d) La rivalidad entre especies.
e) La honradez.
f) La miseria del ser humano.
g) El miedo.
h) El respeto.
i) La misericordia.
j) La supervivencia del más fuerte.
k) El perdón.
l) La falta de principios.
m) Ninguna de las anteriores, para mí el tema es ………………..

Explica por qué lo elegiste.

6. ¿Qué enseñanza se puede sacar del relato?
7. ¿Qué tipo de cuento es? Explica y da ejemplos que avalen tu respuesta.

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2 Comentarios

  1. Yo no la hubiese matado! Todo ser vivo tiene derecho a la vida. Yo estuve a centímetros, tal vez no tan pocos, unos 20 0 30 de una matabuey y ni ella me hizo daño ni yo tampoco. La vida, hay que respetarla, en todo sentido.

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