Lee atentamente el siguiente relato:
Desquite
Luis Franco
Enlazado de medio cuerpo por un pañuelo que cruzaba bajo las alas, colgaba el gallo en vilo del gancho de la balanza de mano.
―Seis, ocho… Les llevamos apenas una oncita ―masculló el viejo Eladio.
―Güeno, güeno, calcen ligerito y vamos ―gritó don Paulo.
Y en las púas, despuntadas como guampas torunas, les calzaron las espuelas de acero. Cantó uno y sobre el pucho le retrucó el otro: cantos encogidos de rabia, como restallados. Capadas de crestas, las cabezas desnudas como un talón, rojas como un tajo. Lampiños de cogote, de anca y de muslos, mostraban la carne que ardía la sangre de pelea como ají de monte. En cuanto al estado, ya se vería el alcance del toreo y la dieta, y la maña de los cuidadores.
Con ese odio que prende más ligero que la pólvora, tiritaban de coraje, golosos del entrevero a punta. Se salían de la vaina.
Uno, el Giro, era medio viejazo, y viejazo del todo, pero su fama tampoco era nueva. Al Torcazo, un tuerto de avería, su dueño lo había costeado de no sé qué pago.
En un decir Jesús, un muchacho, había rociado y barrido el redondel. El viejo Eladio echó su gallo. ¡Qué mozo para un baile! Cacareando despacito, alzando un poco las patas por el ajuste del puón, el Giro, caminaba tranquilo, canchero viejo. El costurón de un tajo le sesgaba el cogote. Por ratos quería alzar alguna pizca del suelo, o tirarse la atadura de una espuela. Don Paulo se arrimó con su gallo y el viejo levantó el suyo.
―Caramba ―chanceó mirando al Giro―, como si medio le brillara la cabeza…
Y la grasa’e zorro, pues ―rió el otro aludiendo a la vieja trampa.
Soltaron. Los gallos guardaron distancia, aguaitándose medio al sesgo con ojos de chispa, los cogotes encogidos, tiritando las cabezas y sube y baja, como si vinieran buscándose de años sin poder toparse.
Se acercaron de pronto, cara a cara, a cosa de un jeme. Se cruzaron al fin, y revolaron dos o tres veces más sin tocarse. Se tanteaban.
―Un cañón, su Giro, don Paulo.
―Jué pucha… ¿Y el otro? Y vea lo que me lleva de alto; ¡creí que fuera menos…! ¡Había sabido criarse su gallo!
―¡Y… tuavía llorando! Se criará si es brujo, pero con el ojo tuerto no ha’e ojiar a nadies, pierda cuidado.
―No le hace ―copó otro―. No ha’e ser el primer tuerto que anda de gendarme…
Algunas risadas se ahogaron en el silencio de los más, que espiaban a fondo.
Entretanto los gallos habían llegado a pico y a los primeros topes que los presentaban sin trampa.
―No se ha visto nada tuavía.
―Es l’hora de parar, señores, antes que la balanza se ladie.
Con las cabezas temblando como al hervor de la sangre, y con su maña de cuchilleros viejos, los gallos trataban de ventajearse. Siendo animales de tanta ley, la riña podría estar en un pelo. ¡Qué baquía de mi flor! El Giro no entregaba la cabeza ni en chanza, o la botaba al suelo para que las patas del otro ni la viesen. El Torcazo, en cambio, le barajaba todos los tiros, y ya se vio que podía tirar, mordiendo de donde echara el pico. ¿Y el ojo seco?
Mucha falta que le hacía.
La riña estaba en un pelo. Bárbaros de más puntas que un tala, era cuestión que se entregaran un poco no más. Por ahí agarraron de firme, y contestando al otro, el Torcazo tiró dos veces en la misma picada, aunque su tiro de crédito era de costado.
Se le vio un rasponcito, una nadita, cerca del oído…
―¡Diez pesos al Giro! ―desafió uno―. ¿Quince pesos al Giro, señores? ¿Quién paga?
Nadie movió la boca.
Se cruzaron de nuevo, y al Giro le coloreó un tamaño tajo encima de la nuca.
―Te pago los quince pesos, amigo ―se enderezó el turco Melgen, que era amargo para el brete.
El desafiante, medio tartamudeó al principio, pero después retrucó con ganas: ―¡Pagaos!
―Velay, ¿quiere llevarme cinco pesos más? ―se le arrimó otro comedido.
―No ha’e ser, señor; déjeme espiar un poco…
Qué diablos, al Giro le sangraba ahora el pico. Hereje, el Tuerto, amigo. ¡Vaya la falta que le hacía el ojo ausente! Le llovió la plata como habas.
―¡Diez pesos al Torcazo!
―¡Cinco aquí!
―¡Diez y ocho al tuerto!
―Stá lindo pa parar, caballeros; nada se ha visto hasta no ver todo ―filosofó un viejo de ponchito hilachento, sabiendo que una riña es como taba en el aire.
Todos estaban con la boca seca. Nadie pitaba. Los gallos se acorralaron a muerte.
Dos o tres topes más y alguno, medio cloqueó. ¿Cuál? No se supo bien al principio. El Giro acababa de perder el pico, y el otro, golpeado en el ojo bueno, estaba ciego…
El asombro de la rueda, ruideó como viento…
―Silencio…
―Cosa del diablo. Vea usted si uno puede fiarse de algo.
Dos veteranos venían a quedar de a pie, como quien dice, en las partidas, antes de soltar la carrera.
El Torcazo tiraba picotazos al aire, como cazando moscas; el Giro cargaba con ganas, pero al querer morder para afirmar el bote, mezquinaba el pico destapado. ¿Y ahora? ¿Remataría en tablas? ¿O la riña sería más larga que un velorio? Vaya a saber.
Los jugadores callaban.
Los gallos, apocados un buen trecho, fueron volviendo al juego, pechados por algo más fuerte que ellos. Sin maña, a lo zurdo, se topaban de nuevo.
―¡Agora sí!
―Se va a componer el baile.
―Ahijuna, vea no más…
―Silencio, señores ―pidió con mando el viejo Eladio―; mi gallo está peliando a oido.
Quedaron como en misa.
De veras, el Torcazo, ciego, buscaba la cabeza de su contrario guiándose por el resuello. La riña chispeó un rato. Golpes de muerte se cruzaron de un lado y de otro.
―Ahí nos pegaron fiero…
―¿Y ésa del cogote? Vea…
―Cuidao, cuidao…
Los peleadores se metieron en la muerte hasta el encuentro.
El Torcazo tenía la cabeza arada de tajos. El Giro estaba torcido ahora. Apunados por la lucha, resollaban con pena, silbando, roncando. Las alas les caían como un poncho mojado. Uno picoteaba la lona del brete, ido. El otro, como con chucho, tiritaba sobre sus patas.
Aún se buscaron. Cómo no, si para algo es el bicho que entre sus puones y su pico acorrala el mayor coraje de que haya mentas.
A alguno le borbollaba la garganta.
¿El Torcazo? Sacudió la cabeza con un cloqueo.
―Oh, degollao… Lo está ahugando la sangre.
En eso, sintiendo cerca el acezo del otro, se despabiló de golpe, y tambaleando a lo borracho, cintareó el último bote. Después se acostó despacito sobre sus patas y aflojó la cabeza, muerto.
II
El viejo Eladio tenía pena y rabia. No sentía por su plata, qué diablo. Pero lo acholaba la muerte de su gallo, tan hecho a ganar, que toda riña era para él pan comido, su gallo sin una achura de desperdicio. Ahora lo desafiaban, claro. Le mojaban la oreja. ¿Qué iba a hacer? Él sólo había traído, por si acaso, un pollo blanco, hijo del finado. Pillado de entre las gallinas, ni siquiera estaba mal compuesto. ¿Cómo lo iba a enfrentar a gallos duros y maduros? Pero él tenía sangre en el ojo y algunos lo cargoseaban de hacía rato. Calladito, pensaba: Y quién sabe, no más…
Cierto que el pollo sólo tiene unos topecitos de prueba, y hasta es de un juego muy zonzo…; pero, si no me equivoco…, es como de encargo en las puntas. No sabe luchar a cogote, cede a pico, se mete debajo de un ala del enemigo…; pero cuando a las cansadas da cara y tira, así, con los botones forrados, los contrarios saben irse gritando.
¡Bah! También de un tope a una riña hay mucho trecho, y un gallo recién se destapa en el brete; sin embargo, le estaban entrando una ganas de vengarlo al Torcazo… Por supuesto que no era una fija, y hasta le podía fallar medio a medio; pero ¡qué quiere! le tenía fe al Blanquito.
Se decidió. Cotejaron los pesos, convinieron la parada y se aprestaron a calzar. La plata estaba por el otro, un Pinto de avería. Chupando una empanada calduda, se le arrimó su compadre Toribio.
―Una lástima, caracho, si te lo achuran al pollo… Arriesgarlo de ese modo…
―Será, no digo menos… Pero tiene que vengar a su tata y puede que Dios le ayude. ―Después, ladeándose sobre el otro, le rozó a la oreja―: Sólo voy confiao en las patas… Es hereje y medio en los topes.
Algún recién llegado tomaba lenguas. El Pinto estaba ya en el redondel. Se paseaba rezongando despacito, como preguntándose él no más dónde estaba el guapo que se animaba a pisarle el poncho y de repente mandaba su canto como un hachazo. Que se creía sobarlo a cualquiera, se veía a la legua. Y la plata se volcaba para él. Por el Blanco sólo iban unos amigos del dueño y eso casi por compromiso. Los otros cargaban las manos en las paradas y ya estaban dando usura. Ésta es la de ponerse las botas, se dirían, o acaso sólo querían correrlos con la vaina.
El viejo Eladio iba juntando rabia. También se la habían subido los tragos echados al buche un rato antes. Se destosió primero, y gritó largando su talero en el brete:
―Eso paro, señores. Digan si vale algo.
Era un látigo de plata como no se ven ya, recuerdo de sus buenos tiempos, cuando trajinaba con mulas a Bolivia y los pesos no eran hacienda alzada de su rodeo. Lo levantaron para verlo.
―Cuarenta pesos pago.
―Cuarenta y cinco, y se va.
―Pago.
Y soltaron al fin.
Por un rato, vichándose al soslayo, medio lunancos en el apronte, se convidaron. Se toparon al cabo en un refucilo de revuelos. Quedaron otra vez frente a frente, aguaitándose… El Blanco tenía una puñalada en el cogote, cerquita de la vida…
―¡Nos han metío hasta la ese! ―ponderó alguien.
Su dueño tragando saliva, se confesó por dentro que esta vez había venido con la negra.
Tiró de nuevo el Pinto, y el Blanco empezó a cuerpearle, salió después trotando a la redonda, para meterse al cabo de un rato debajo de las alas del otro.
El viejo, que le conocía bien el juego, aguardó confiando aún. Los demás pensaron que, si bien iba a tirar para largo, la riña estaba hecha.
Pasaron los instantes como horas. Aquello se iba poniendo aburrido. Dale siempre con el mismo cuento: el uno jugando en falso sin dar la cara y el otro apuradazo por rematar la riña.
―En cuantito se pare va’saber lo que es bueno.
Pero nada.
En una de ésas, lo que nadie esperaba, zafándose de bajo el ala del otro, el Blanquito mordió de costado y tiró. El Pinto gritó bajito. Tenía un rayón contra el oído…
―¡Vea no más la chiripa!…
―¡Hm!…
―¡Guarden silencio, señores!
La atención se despabiló. Con el corazón colgado estaban algunos. El pollo, según su treta, metió de nuevo su cabeza debajo de las alas del otro. De pronto, sin ruido, en un verbo, repitió la jugada. El Pinto cayó, roncando, en un revolcón de muerte.
Al viejo Eladio le temblaban las manos y la voz.
Actividades
1. ¿Cómo se describe el ambiente en el que se realizan las riñas? ¿Consideras que es un ambiente adecuado para toda la familia? Explica.
2. Según tu opinión, ¿las peleas de gallos (riñas) son una buena forma de divertirse? ¿Por qué?
3. El título de este relato es “El desquite”:
a) ¿Crees que es adecuado?
b) ¿Quién tuvo su desquite, Eladio, el Torcazo o el Blanquito?
c) ¿Qué otro título le pondrías? ¿Por qué?
4. Eladio sabe que el Blanquito no estaba preparado para una riña en serio, sin embargo, cede a la presión y decide hacerlo pelear.
a) ¿Qué lo presionaba? ¿Qué hubieras hecho en su lugar?
b) ¿Qué cualidades veía Eladio en el Blanquito para decidirse a hacerlo pelear?
c) ¿Hizo lo correcto al dejarlo pelear?
5. Según lo que pudiste entender, cuál crees que es el tema del relato:
a) La suerte.
b) La compasión.
c) La venganza.
d) El maltrato de los animales.
e) La confianza.
f) Las apuestas.
g) La ignorancia.
h) La violencia.
i) La riña de gallos.
j) La miseria del hombre.
k) El resurgir de una nueva generación.
l) Ninguna de las anteriores, para mí el tema es ……………………………………………
6. ¿Qué tipo de cuento es? Fundamenta y extrae ejemplos que respalden tu postura.
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