Lee atentamente el siguiente relato:
El Cambarangá
Mateo Booz
I
Al día siguiente se celebraba la festividad de San Baltasar. La procesión y las velaciones se harían en Tacuarendí. Concurrirían los devotos desde apartados distritos del Departamento.
Selén Heredia no faltaría. En los dos años anteriores había hecho de cambarangá, tan bizarramente, que ahora le rogaban otra repetición.
Guardaba en su rancho del Sombrerito el traje de ceremonia: pantalón, chaqueta y capa de coco punzó y un gorrete con guarniciones plateadas. Tenía también una mixtura para ennegrecerse la cara, que le proporcionó el droguero de San Antonio de Obligado.
El contratista del obraje le arregló las cuentas. Y al promediar la siesta se puso en camino, el Winchester al hombro, la cintura cruzada con su machete de peón de monte, y, a la zaga, Aguará, perro fiel, abrojiento y peludo.
Atravesaría hasta el Sombrerito, unos cuatro kilómetros de selva. Se metió por la picada que conocía palmo a palmo y que a esa hora de sol furioso y calor enervante ofrecía una quietud insidiosa.
Selén pensaba en el santo negro y en el oficio de cambarangá.
Evocaba las escenas de los dos años precedentes. Arribaba él a caballo, travestido de mandinga, al sitio donde se congregaban los promesantes. Y, apenas avistado, multitud de jinetes lo rodeaban, lo chuceaban, lo burlaban al grito de: “¡Cambarangá! ¡Cambarangá!”
Entonces él, el cambarangá, los perseguía y fustigaba con el arreador en un tumulto de estrépitos y pechadas. Entre la polvareda, algunos pingos daban, con montura y todo contra el suelo.
Ese juego bárbaro que ya habían prohibido las autoridades de otras comarcas, lo encantaba y enardecía. Y su expectativa se exaltaba con la víspera de la festividad.
Selén se paró de súbito, y todas esas meditaciones huyeron a la percepción de un peligro. A su lado, Aguará también se detenía con las orejas enristradas, el hocico olfateante y los remos estremecidos.
Resonaba un ruido hueco y acompasado semejante a un redoble de tambor, y también más leve, el rumor de malezas batidas.
No tardaron en aparecer, unos tras otros, por el extremo opuesto de la picada, una veintena de chanchos de gargantilla.
El hombre trepó a un quebracho, después de dar una patada a Aguará para apartarlo de ese sitio.
En la penumbra, apenas rota por algunos flecos de sol, pasaban las bestias salvajes, presididas por la que, golpeándose la panza con las pezuñas, fingía el redoble de tambor. ¡Plan, plan, rataplán!
Aguará, con temeraria audacia, vuelto al pie del quebracho, ladró a los desfilantes. Uno de ellos, sin cambiar el paso, sacudió la cabeza, y el can se ovilló aullando lastimeramente. Un colmillo le había desgarrado el vientre a todo lo largo, como filoso puñal.
Selén amaba a su perro. Y, enfurecido, disparó el Winchester sobre la manada. Las fieras se arremolinaron lanzando gruñidos y ultimando a Aguará. Algunos chanchos, heridos por los proyectiles, se revolvían coléricos. Otros ponían sus patas cortas en el tronco del árbol, espiando con sus ojos pequeños, escalofriantes, al hombre enhorquetado en una rama. En la lobreguez del lugar relampagueaban los colmillos.
Agotó Selén sus municiones. Cuatro o cinco chanchos se debatían con quejidos estridentes. Y al cambio de media hora, el guía de la manada, haciendo sonar su tambor, se alejaba con su comitiva, abandonando a los moribundos.
Cauteloso se descolgó Selén del quebracho. Y después de contemplar un instante a Aguará, despanzurrado e inmóvil, prosiguió su camino.
Lo desazonaba el fin de ese animal. Marchaba con los ojos en el suelo. Desembocó en un abra bañada de sol. Ya no le faltaba más de un kilómetro para salir del monte.
Bruscamente enderezó la cabeza y aguzó la vista.
Todos sus instintos se replegaron y aprestaron a la defensa.
Como a ochenta pasos, junto a unos chañares, se perfilaba un hombre con el Winchester echado a la cara.
Instantáneamente reconoció a Policarpo Mendoza, un rosarino afamado de corajudo, que trajo para guardaespaldas un político del Rabón. Mendoza se la tenía jurada a Selén, por un delicado asunto de polleras.
Era desventajosa la situación de Selén, en medio de la abra, a la descubierta sin un solo tiro y frente al tenebroso redondelito del Winchester de su adversario, preparado para descerrajarle unos chumbos.
Debía jugar toda su suerte en una carta.
Levantó el fusil por encima de la cabeza, paralelo a la tierra, y avanzando unos gritos:
―¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!
Policarpo Mendoza avizoraba al ras del caño del arma. Podía voltear a su rival con un boquete en medio del pecho.
Pero la actitud de Selén provocó su curiosidad; y el índice, engarfilado, se paralizó en el gatillo.
Cuando, ya abreviada la distancia, Mendoza estuvo al alcance de su palabra, Selén le dijo:
―¿No le parece cosa de zonzos balearnos aquí, en esta soledad? Mañana es la fiesta de San Baltasar, podremos hacernos curvica, delante de la gente. Así demostraremos cuál de los dos es más macho.
―¿A qué hora caerás vos a las velaciones?
―Soy el cambarangá.
―¡Ah!
Bajó Mendoza el caño del arma, y sin otras frases quedó concertado el desafío. Los dos hombres se toparían y sacarían chispas en Tacuarendí a la vista de todo el pueblo.
Y uno y otro, con el Winchester al hombro, tomaron direcciones contrarias.
II
Sonaban guitarras y acordeones. Envuelta en olas de polvo resplandeciente, transcurría la procesión. San Baltasar titubeaba en lo alto de las andas; y los estandartes rojos se movían sobre la muchedumbre de promesantes.
Marchaba al frente una criolla, con carátula de emperatriz de carnaval, a sus flancos unas pebetas greñudas y hoscas ostentaban en sus torsos enjutos unas alitas de crinolina.
A ratos, la emperatriz, coronada por un disco de cartón dorado, danzaba con el retablo angélico, una danza titulada la polca de los reyes, mientras por el orden velaban la mayordoma, china oronda y respetable, picada de viruelas, los alféreces, recios tipos montaraces que lucían en el pecho una banda cromática y pringosa, distintivo de su autoridad. En la puerta de un rancho paró la procesión. El santo negro ―tosca figura de talla― fue conducido por la emperatriz y su corte alada al interior de la vivienda, a reposar entre oropeles y bujías.
El recinto se colmó de devotos. Y un jarro de latón fue circulando de mano en mano y suavizando las bocas resecas con gargarismos de aguardiente.
Policarpo Mendoza se sentó afuera. Situóse entre sus rodillas un cuzco flaco. Lo acarició y le arrancó después, a tirones, unas garrapatas de las orejas. El animal brincó y se alejó.
―No hay que ser hereje ―reprochó a sus espaldas una voz de mujer. Volvió la cara. Allí estaba Dorotea, una correntina huesuda, con pollera, de tonos y dibujos rancios.
Lo alegraba la presencia de la muchacha, causante de su enojo con Selén Heredia. Sería ella testigo de lo que iba a acontecer esa tarde.
―¿Qué tal, Dorotea? ―inquirió él.
―¡Ché, gorda! ―repuso, con lo cual daba a entender su bienestar. ¿Y usted, don Mendoza?
Mendoza contestó también con un agasajo correntino:
―Lindo, viéndola.
―¡Qué don Mendoza éste! ―cacareó la muchacha, haciendo crujir con un esguince del busto las enaguas duras de almidón.
Hubo un silencio.
Mendoza siguió con los ojos la sombra redonda proyectada por una nube y que rodaba sobre los pastos igual que un chambergo arrebatado por el viento.
―¿Y Selén? ―indagó el hombre.
Otra vez crujieron las enaguas de la correntina. Y, agrandando la boca con un mohín, prorrumpió:
―¡La pregunta de don Mendoza! ¡Encelao el mozo!… Selén Heredia no ha de tardar. Es el cambarangá.
Minutos después la gente aglomerada en torno del rancho rebullía, y señalando el horizonte, todos anunciaban, jubilosos:
―¡El cambarangá! ¡El cambarangá!
A galope tendido se acercaba un jinete. Era una mancha que crecía de tamaño y definía, poco a poco, sus formas. A su alrededor revolaba su capa, como una membrana purpúrea.
Ya se percibía su ulular selvático:
―¡Ujú!, ¡ujuí!, ¡ujú!, ¡ujuí!
Y el arreador restallaba, dibujando en el espacio garabatos vibrantes. A diez metros del rancho sofrenó violentamente, hasta dar la cabalgadura con el anca en el suelo. Y ululó y chasqueó su látigo.
En su cara hollinienta y reluciente le brillaba toda la dentadura.
―¡Cambarangá! ¡Cambarangá! ―corearon unos promesantes saltando a sus recados.
Sacaron nuevamente a San Baltasar a la cruda luz de la intemperie para no privarlo del espectáculo. Lo custodiaban la emperatriz y los angelitos, la mayordoma y los alféreces.
Y comenzó el juego ecuestre. Los promesantes se acercaban al cambarangá, le mofaban con golpes de boca y lo hostigaban con los cabos de los rebenques; y huían después, gambeteantes y vocingleros por el campo. El cambarangá los perseguía. Zumbaba en el aire la cuerda del arreador, que a menudo pintaba en la piel de los contrarios una lagartija de fuego. Pingos y jinetes transpiraban, acezantes bajo la llamarada del sol canicular.
Un alborozo emocionado y rudo dominaba a los hombres.
Desde el rancho las mujeres alentaban a sus favoritos.
Y por todos lados se voceaba:
―¡Cambarangá! ¡Cambarangá!
Policarpo Mendoza apretó la cincha de su overo, se tanteó la daga puesta sobre los riñones y montó.
―Vamos a ver cómo se porta, don Mendoza.
El nuevo jinete trazó, a todo correr, una gran parábola, y luego acudió, rectamente, al encuentro del mandinga.
Y todos gritaron una vez más:
―¡Cambarangá! ¡Cambarangá!
Y a esos gritos acudieron ahora unos gritos de espanto.
Habían visto todos fulgurar un facón en la diestra de Policarpo Mendoza y habían visto al cambarangá alzar los brazos y derrumbarse con trágico desconcierto.
Y veían ahora al caballo disparar por la llanura y al cambarangá, colgado de un estribo, azotarse en tacurúes y troncos.
El cambarangá ya era un guiñapo sangriento.
III
Entre dos milicos y las muñecas apresadas a la espalda con un maneador, entró el criminal a la comisaría del Sombrerito.
―¡Métanlo al calabozo, hasta que venga el jefe! ―ordenó el auxiliar.
Policarpo Mendoza no estaba arrepentido. Se había vengado de Selén Heredia… Ninguna ofensa dejó él jamás sin castigo.
Sus pupilas escrutadoras se fueron habituando a la oscuridad del calabozo. Y así divisó el bulto de un hombre que lo miraba, y en ese hombre reconoció, con aterrado asombro, a Selén Heredia.
¡Era Selén Heredia! ¿A quién entonces le había sumido el facón hasta la S?
No podía culparse a Selén Heredia de felonía. En una pulpería del Sombrerito bebió unas copas para entonar el garguero, y, cuando quiso acordarse agarró una borrachera que todavía le duraba. No fue adrede. A nadie le sacaba él el cuerpo para pelear.
Entonces el maestro de escuela, un muchacho de Esquina que escribía en los diarios de Santa Fe sobre costumbres de la comarca, quiso ser el cambarangá. Y mientras el ebrio dormía, se vistió con los trapos de Selén, se embetunó el rostro y marchó a caballo, rumbo a Tacuarendí.
Aún nada sabía Selén Heredia. Al conocerse el crimen, lo habían traído para declarar.
Actividades
1. ¿Qué características puedes mencionar sobre…
a) Selén Heredia.
b) Policarpo Mendoza.
c) Las características del pueblo de Tacuarendí y las costumbres de sus habitantes.
2. ¿Qué motivos tenían Selén y Policarpo para enfrentarse a muerte? ¿Crees que su actitud era la adecuada? ¿Qué hubieras hecho en su lugar?
3. ¿Qué motivos llevaron a Selén y Policarpo a pactar el enfrentamiento durante la fiesta de San Baltasar? Explica.
4. ¿Qué acontecimientos causaron la equivocación de Policarpo?
5. ¿Quién crees que fue el verdadero culpable de la muerte del maestro del pueblo?
6. Elige uno de los siguientes temas para el relato y luego justifícalo con tus propias palabras:
a) La falta de comunicación.
b) El honor mancillado.
c) El machismo.
d) La valentía.
e) La barbarie.
f) La fatalidad.
g) La mala suerte.
h) Las creencias paganas.
i) La religión.
j) La cobardía.
k) Ninguno de los anteriores, para mí el tema es ……………..
Elegí este tema porque………………………………….
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