Lo que sucedió a Lázaro con un escudero

Lee atentamente el siguiente texto literario:

 

Lo que sucedió a Lázaro con un escudero

Anónimo

Tuve que sacar fuerzas de flaqueza y, poco a poco, con ayuda de las buenas gentes, llegué a esta insigne ciudad de Toledo, donde, gracias a Dios, a los quince días se me cerró la herida. Mientras estaba malo, siempre me daban alguna limosna, pero cuando ya estuve sano, todos me decían:
– Eres un granuja y un vagabundo. Deja de mendigar y búscate un amo a quien servir.
<<¿Y dónde encontraré yo uno, si Dios no crea ahora uno de la nada, como cuando creó el mundo por primera vez?>>, me decía a mí mismo.
Pensando en estas cosas, iba de puerta en puerta sin lograr mucho remedio, porque ya la caridad había sido desterrada de este mundo. En estas, me encontré con un escudero que iba por la calle bastante bien vestido y bien peinado que se movía y andaba con paso uniforme y acompasado. Me miró, yo le miré, y él me dijo:
– Muchacho, ¿buscas amo?
, señor-le contesté.
– Pues vente conmigo, que Dios te ha premiado al ponerte en mi camino. Seguro que hoy has rezado una buena oración.
Yo le seguí dando gracias a Dios por lo que acababa de oír y también porque por su vestido y su apariencia me pareció justo la persona que yo necesitaba.
Era bastante temprano cuando encontré a ese tercer amo, y me llevó detrás de él por buena parte de la ciudad. Pasábamos por las plazas donde se vendía pan y otras provisiones. Yo pensaba y hasta deseaba que me encargase con algo de lo que se vendía, porque era la hora habitual de hacer la compra. Pero él pasaba de largo, a buen paso sin detenerse. Yo me decía <<Será que lo que aquí ve no es de su gusto y querrá comprar en otra parte>>.
De esta manera anduvimos hasta que dieron las once. Entonces entró en la catedral, y yo tras él, y le vi oír misa muy devotamente. Luego se quedó a los otros oficios religiosos, hasta que se acabaron y se fue la gente. Entonces salimos de la iglesia.
A paso ligero fuimos calle abajo. Yo iba el más alegre del mundo de ver que no nos habíamos ocupado de buscar comida. Supuse que mi nuevo amo debía de ser uno de esos hombres que compran de una vez para muchos días, y que la comida ya estaría a punto, tal como yo la deseaba y la necesitaba.
En esto el reloj dio la una y llegamos a una casa. Mi amo se paró a la puerta, y yo con él. Dejó caer la punta de la capa hacia el lado izquierdo, sacó una llave de un bolsillo de la manga, abrió la puerta y entramos en casa.
La entrada era tan oscura y lóbrega, que daba miedo pasar. Dentro, sin embargo, había un patio pequeño y unos cuartos de razonable aspecto y tamaño.
En cuanto entramos, mi amo se quitó la capa y, tras preguntarme si tenía las manos limpias, la sacudimos y doblamos, y después de soplar muy limpiamente en un poyo que había allí, la colocó encima. Hecho esto, se sentó junto a la capa y me preguntó con todo detalle de dónde era y cómo había llegado a Toledo. Yo le di más explicaciones de las que hubiera querido, porque me parecía que era la hora de mandar poner la mesa y vaciar la olla en un plato, en vez de hablar de mi vida. A pesar de todo, le mentí lo mejor que supe. Alabé mis cualidades y callé todo lo demás, porque aquella casa tan distinguida no era el lugar adecuado para contar mis calamidades.
Después de esto, mi amo estuvo así, sentado y en silencio, un poco. A mí esto ya me pareció muy mala señal, porque eran casi las dos y le veía con menos ganas de comer que a un muerto. Me puse a pensar en por qué cerraba la puerta con llave y por qué no se oían en toda la casa, ni arriba ni abajo, pasos de persona viva. Todo lo que yo había visto eran paredes, porque en la casa no había ni banco, ni mesa, ni silla, ni banqueta, ni siquiera un arcón como el del clérigo. En fin, que me pareció una casa encantada. Estando así, me dijo mi nuevo amo:
-Oye, mozo, ¿has comido?
-No, señor –dije-, que no eran ni las ocho cuando me encontré con Vuestra Merced.
-Pues, aunque era temprano, yo ya había almorzado. Y quiero que sepas que cuando almuerzo algo, paso así hasta la noche. Por eso, arréglatelas como puedas. Ya cenaremos a su hora.
Cuando le oí decir esto, estuve a punto de desmayarme, no tanto de hambre como porque me di perfecta cuenta de mi mala suerte. Entonces se me representaron de nuevo todas mis fatigas, y volví a llorar mis penalidades; entonces recordé que, cuando dudaba sobre si dejar o no al clérigo avaro y mísero, pensaba en que aún podía encontrar, por desgracia, a otro peor; entonces, en fin, lloré mi penosa vida pasada y mi cercana muerte venidera.
Pero, a pesar de eso, disimulé lo mejor que pude, y dije a mi amo:
-Señor, soy un mozo que no se fatiga mucho por comer, bendito sea Dios. Si de algo puedo yo alabarme es de tener la garganta menos tragona de todos los criados. Todos los amos que he tenido hasta hoy la han elogiado.
-Virtud es esa –dijo el escudero-, y por eso yo te querré más, porque el hartarse es propio de los puercos. En cambio, el comer moderadamente es de los hombres de bien.
<<¡Ya te entiendo!>>, dije para mí. <<¡Maldita tanta medicina y tanta bondad como mis amos encuentran en el hambre!>>.
Me puse en un rincón de la entrada y saqué de debajo de la camisa unos pedazos de pan que me habían quedado de los que mendigaba por amor de Dios. El escudero, que vio esto, me dijo:
-Ven acá, mozo. ¿Qué comes?
Yo me acerqué a él y le enseñé el pan. Me cogió un pedazo de los tres que tenía, el mejor y más grande, y me dijo:
-Por mi vida, parece buen pan.
-¿Y desde cuándo, señor, el pan no es bueno?
-Tienes razón –dijo-. Pero, ¿dónde lo has conseguido? ¿Estará amasado por manos limpias?
-Eso no lo sé yo, señor, pero a mí no me da asco el sabor que tiene.
-Sea lo que Dios quiera –dijo el pobre de mi amo, y se llevó el trozo de pan a la boca y comenzó a darle tan fieros bocados como yo a los otros dos trozos.
-Está muy sabroso este pan, por Dios –dijo.
Y como me di cuenta de qué pie cojeaba y lo vi tan dispuesto a echarme una mano con el pan que me quedase, si acababa antes que yo, engullí mi ración a toda prisa. Así que acabamos casi a la vez. Mi amo se sacudió unas pocas migajas, muy menudas, que se le habían quedado en el pecho y entró en un cuartito, sacó un jarro no muy nuevo, bebió y luego me invitó a beber. Yo me hice el sobrio y le dije:
-Señor, no bebo vino.
-Es agua –me respondió-. Bien puedes beber.
Entonces tomé el jarro y bebí, no mucho, porque mi congoja no era de sed.
Luego estuvimos hablando hasta la noche. Yo respondí lo mejor que supe a las cosas que preguntaba.

 

Actividades:

1- Resume en cinco o seis líneas el contenido del texto.
2- ¿Cuál es la principal preocupación de Lázaro a lo largo de todo el texto?
3- A qué hace referencia Lázaro cuando dice “estuve a punto de desmayarme, no tanto de hambre como porque me di perfecta cuenta de mi mala suerte”?
4- ¿Cómo definirías al escudero?
5- ¿Qué diferencias y similitudes puedes mencionar entre el escudero y Lázaro? Realiza un cuadro comparativo.
6- Explica el significado de las siguientes expresiones:

a- “Me di cuenta de qué pie cojeaba”.

b- “Yo me hice el sobrio”.

7- Indica la categoría gramatical a la que pertenecen las palabras del texto marcadas en rojo.
8- Analiza todos los verbos que aparecen en las diez primeras líneas del texto indicando su número, persona, tiempo y modo. Ten en cuenta también las formas no personales.
9- Analiza las siguientes oraciones extraídas del texto:

“Con ayuda de las buenas gentes, llegué a esta insigne ciudad de Toledo”.

“Mi amo se sacudió unas pocas migajas”.

10- Indica la función sintáctica que desempeñan las palabras subrayadas de las siguientes oraciones.

“¿Dónde lo has conseguido?”

“Me pareció una casa encantada”.

“Está muy sabroso este pan”.

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1 Comentario

  1. Estuvo muy bueno el resumen

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