Lee atentamente el siguiente relato:

 

El automóvil
Vicente Barbieri

…Era fría la noche. Raúl Montes seguía su viaje a pie, tan cansado, que de buena gana se hubiera sentado al borde de ese camino barroso y, al parecer, interminable. Consultó su reloj de pulsera: las diez y diez de la noche. Un poco de viento. “En agosto, siempre”, se dijo; “pero este agosto de 1954 parecer ser único en eso”. Cuando esta solo le gustaba hablar así, puntualizando las cosas. “¡Qué locura!”, comentó, riéndose de su propio soliloquio. Todo igual: postes, postes y más postes; campo pelado, frío, oscuridad… Y este viaje absurdo –y no de tanta urgencia— que había emprendido poco menos que con espíritu deportivo: seis leguas a pie. “Bien podía haber esperado el ómnibus de mañana, martes”, se reprochó.
Por fin comenzó a distinguirse el pueblo allá lejos: una masa negra, a semejanza de un monte, del que sobresalía la torre de la iglesia y algún molino que otro. Siguió. “Un camino como para ir al infierno”, comentó en voz baja, y miró hacia ambos lados. A su derecha continuaba la monotonía del campo invernal y a su izquierda proseguían las vías férreas: todo igual. ¡Maldito el momento en que se le ocurrió que podía hacer el viaje a pie hasta ese pueblo que ahora se le escapaba, se le alejaba cada vez más! “Sin duda tendré todavía un rato de chapalear barro”, rezongó. “¡Buena idea la mía!”
Se dio a pensar que venía caminando desde hacía mucho tiempo; mejor dicho, creyó que no podía precisar cuándo comenzó a caminar.
“Hace dos horas, poco más o menos.” Pero sus palabras le sonaron carentes de contenido real. Dos horas. ¿Qué? Caminaba, ya cansado, y su cuerpo parecía caer interminablemente sobre ese cansancio, en ese camino pesado…
Alzó la cabeza y miró. Un bulto en el camino, como a quince metros. “Un auto detenido, sin duda”, se dijo. “Algo pasa allí”.
En efecto, algo parecía haber pasado. Cuando Raúl Montes llegó, los ocupantes del coche habían descendido, y, en silencio, contemplaban, con la seriedad desolada que es habitual en esos casos, el bulto negro del automóvil parado en medio del camino.
En verdad, era un grupo interesante. Una pareja de recién casados y un hombre y una mujer de edad avanzada: cuatro personas en total. “Los padres de la novia, sin duda”, pensó Raúl Montes. Ella, aún con los atavíos de la boda, y él todo de negro y con la ceremoniosa corbata blanca. “¡Caramba”, se dijo, “pobre gente!”.
Cuando se disponía a saludar y ofrecerse para lo que fuera menester, sonó, lejana, perfectamente audible en el aire helado de la noche, la campana de la iglesia del pueblo.
-Virginia -dijo el hombre de negro-, ya son las doce, y nosotros aquí todavía.
La voz del desconocido era opaca, lenta, un tanto cansada.
“¿Las doce ya?”, se preguntó Raúl Montes, asombrado. “Con razón se me hacía largo el viaje; mi reloj debió pararse a las diez y diez”.
Iba a rectificarlo, cuando oyó que el hombre de negro se dirigía a él: -¡Sería usted tan amable, señor, que nos ayudara un poco empujando el coche?
Por supuesto que sí, porque Raúl Montes siempre fue un hombre servicial; por otra parte, le agradaba el asunto, que venía de pronto a romper la monotonía de su viaje. “Un poco recargado el traje de la novia”, pensó; “pero, tal vez, se casó con el ajuar de la madre, o de la abuela”, “simpática costumbre”, se dijo.
Sin poder explicárselo (quizá el lugar, la hora o las circunstancias) sintió Raúl Montes una extraña simpatía hacia aquella gente, cuyo auto había tenido la maldita ocurrencia de descomponerse en medio del camino, en una noche así, y nada menos que en el viaje tan importante. Se dispuso, pues, a ayudarlos. Apoyó las manos en la parte trasera del automóvil y esperó a que los dos hombres unieran sus esfuerzos al suyo; pero vio con sorpresa que los viajeros ocupaban sus asientos dentro del coche, esperando, por consiguiente, que empujara él solo.
“¡Caramba!”, murmuró. Pero, bueno, ¿qué iba hacer? Comenzó, pues, a empujar al automóvil, que ahora, con un poco de disgusto, le estaba pareciendo un cachivache viejo. Instalados, pues, los viajeros en su auto, Raúl Montes procuró, con gran esfuerzo -a pesadez del camino hacía más penosa la tarea-, impulsar el auto, que comenzó a moverse lentamente. Así logró hacerlo avanzar unos metros. Se detuvo, fatigado. Del interior del coche no salía ni una voz, ni un rumor. Raúl Montes siguió empujando solo, paso a paso, trecho a trecho, deteniéndose cada tanto. La transpiración le humedecía ya el cuerpo. “Que gente más desconsiderada”, se dijo.
“Bien podían haber ayudado; después de todo, son ellos…”
En este punto una extraña idea lo sobrecogió. Se detuvo pensando. Vacilo antes de resolverse; pero luego se adelantó y miró hacia el interior del coche. Allí no había nadie, ni la pareja, ni el hombre, ni la mujer de edad: nadie. Se veían los asientos, viejos y carcomidos; todo era allí viejo, deslucido, destrozado.
Lleno de terror dio un paso atrás, y en seguida volvió a la parte trasera del coche y miró la patente; en ella se leía, con caracteres negros en fondo blanco. Mendoza 1924. Entonces, como en un desvanecimiento, confirmó que ciertos detalles (que antes ya había observado en el estilo y la línea del coche) se habían acentuado, y que se trataba de un modelo de, por lo menos, treinta años atrás.
Huyó. Sintiendo el redoble de su corazón aterrorizado, Raúl Montes huyó, simplemente. El viento frío le daba en la cara, pero él no lo sentía. El pavor estaba atrás, en ese lugar del camino hacia el cual no se atrevía a volver la vista…
Cuando pasó ante las primeras casas raleadas, se detuvo. Estaba empapado de sudor. Tan, tan, tan, latía su corazón. Miró entonces hacía atrás: a lo largo del camino obscuro, nada se veía.
“¡Dios mío!”, murmuró. Se secó el sudor de la frente con la mano temblorosa. Sus piernas estaban blandas, como ajenas.
Vio una puerta con luz: un almacén. Hacía allá se dirigió.
El negocio era lo que se dice de mala muerte, pero adentro había un ambiente cálido. Era, después de todo, un refugio. ALMACÉN y BAR, rezaba el letrero. Al empujar la puerta, sonó un timbre de alarma que lo sobresaltó.
El almacenero estaba solo, acodado al mostrador sucio y despintado. En un rincón había una mesita y una silla de paja. Raúl Montes ocupó el lugar y el almacenero se aproximó.
-Buenas noches.
-Buenas noches, señor. ¿Frío, eh?
Raúl Montes fijó su mirada en su reloj enorme que colgaba en la pared, sobre una puerta: las once. Los oídos le silbaban.
-¿Anda bien ese reloj? -preguntó al dueño del negocio-.
-Sí, señor, por lo menos… Habrá quizá alguna diferencia de cinco minutos, pero nada más.
Sólo entonces se atrevió a consultar su reloj. Este marcaba las once y cinco.
-Un café bien caliente.
Intenta tamborilear con los dedos en la mesa, pero lo que se produce es un temblar de toda su mano. Repetidos e incontrolables escalofríos lo recorren entero.
-Bueno, la noche no es para menos –comenta el almacenero y agrega, solícito: –¿Quiere que le sirva algo fuerte con el café?
-Bueno –acepta Raúl Montes-. Una ginebra.

Audiolibro

Actividades

1. Identifica y subraya en el cuento los momentos en que se alude a la hora. Transcriban esos fragmentos.
2. Marca en el relato el momento en el que el personaje toma conciencia del hecho fantástico.
3. ¿Qué relación existe entre el hecho sobrenatural y la superposición de horarios?
4. Escribe una lista de los indicios que indican que va a ocurrir o está ocurriendo algo extraño.
5. ¿Quiénes eran las cuatro personas con las que se encuentra el personaje protagonista? Determina si eran fantasmas, personas “reales”, productos de la imaginación del personaje u otro tipo de apariciones.
6. En líneas generales, el punto de vista o focalización es el “lugar” en el que se ubica el narrador para contar lo ocurrido. Por ejemplo, un narrador en tercera persona gramatical puede referir los hechos según los percibió un determinado personaje. ¿Qué tipo de narrador posee este relato y cuál es el punto de vista que adopta ese narrador?
7. Discutan entre todos si el cuento ofrece alguna información acerca de la salud mental del protagonista.

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