Lee atentamente el siguiente relato:

La espera
Clementina Rosa Quenel

Pitando, con el alba alta todavía, se levantó del catre.
Sus ojos cerrados de arrugas, burilados de vejez, parecían quitarse neblinas viendo el trote del día.
La noche, a esa hora, muriente aún saturaba su luz de plata, y las estrellas entraban a cabecear pálidas. Las gotas del rocío estaban temblando en las sendas claritas, y tras de los herbazales lustrosos, frescos, el matorral se juntaba negro todavía. Chasqueando las alpargatas, la Rosenda Gauna ―la Zarca Gauna, la nombraban desde moza― se allegó a la ramadita que le servía de cocina o de fogón. Empezó a aventar un tronco tapado en cenizas. Y luego echando un jarro de agua en la pava color hollín y herrumbre vieja, volvió a soplar en el rescoldo, acomodándose encuclillada. Sintió que ya no tenía el cuerpo liviano, como antes. Las piernas le crujían pesadas, y la espalda se le encorvaba con huesos salientes, colgando los hombros en los brazos flacos. No sabía de su cara, que se había barbado, hundido en los pómulos. Dolíase por su cuerpo nudoso y por sus ojos que ya no tenían sus gotas transparentes, verdes. Como cuando apenas si esperaba el lucero, para su primer mate. Pensaba algunas mañanas, como en ésta, cuántos días le quedaban “por tirar”, mientras aún encuclillada y un poco adormilada, acariciaba al viejo perro compañero, al “Estrellita” que se hacía una rueda en sus faldas. Parpadeando, hosca y contenida, sabía rumiar en las madrugadas cálidas, en la hora en que los frutos silvestres germinan, los pájaros despiertan con alas de lanzas y se azulan los montes, pensamientos laxos, de esos de vejez y soledad. A veces, con los largos tragos del mate, se quedaba dormida, pero luego con un gesto plácido apretujaba su diálogo a solas. Hablaba con la serenidad del alba, con la sed y los vahos de la siesta, con los tornasoles del ocaso. Hilaba los recuerdos, así. ¿Dónde andarían las ánimas benditas que había amado a lo largo de su vida? ¿El finado tata? ¿La finada madre? ¿El Shingu, la Ilefonsita, la Clelia y los muertitos que tuvieron su reza-baile? ¿Cuántos fueron? Seis hijos, acostados en su ansiosa ternura, y entregados a las inútiles friegas y rudas de la “médica”. ¿Y qué fin tendría la Selva, la hija que se fue a la ciudad en busca de conchavo, y le dejó la Ana, pequeñita, criándose con ubres de vaca? ¿Estaría muerta ella también?
Diez años que dejó el rancho y la criatura. Ni una carta. Ninguna noticia.
―La mocedad se olvida, pó, en las bullas… ―sabía disculpar ella.
Ahí andaba la Ana, de rancho en rancho, sirviendo por un plato de locro y un trapo para taparse las carnes curtidas de pobre, porque ella cegatona, achuchada ―setenta años, ordeñando cabras, haciendo leña, amasando tortillas, sobando chalas―, ya no era sino un cuerpo inútil.
Un hormiguero doloroso en las rodillas duras, la obligó a levantarse, quejándose.
Arrastró una silla de tientos y se sentó. Ya las estrellas, los últimos cendales de la semiluz estaban diluyéndose en el alba con clarores apenas irisados y el paisaje comenzó a mostrar los contornos del monte. La Zarca aspiró una bocanada de aire calmo, impregnado en jarillas y docas tal un jarro de agua mañanera. Comenzó a deshacer dos trenzas ralas, de color blanco amarillento. El perro se acomodó de nuevo hecho un ovillo a su lado y pronto ella fue sumiéndose en su habitual somnolencia.
La despertó el grácil andar de la Ana y el cencerro de las cabras.
―Ya avia estao viniendo mi Ana. Ta’h que no he’i poder yo con el sueño. Y dejuro la pava se me lo ha secao, y eso que mi huá me lo desia el mate.
Despaciosa llenó la pava, a tiempo que una criatura desgreñada, de piel color miel de palo y ojos parduscos, se arrimó a la ramadita.
―Le ’i traido la leche, mama vieja, y esta tortilla de reciencito, es de anoche. No hi podío traerle más…
Era su única nieta, su única “compaña” además. La quería, como debe querer el árbol caduco al verde nuevo de primavera. Ella le hacía recordar sus huellas niñas. Le hacía renacer, avivando sus memorias de pastora. Su primer rebañito de ovejas, su gracia suelta de otros días. Algunas veces, más consentida, sentía en su cuerpo viejo, la gloria de aquel cuerpo en amanecer. Y recordaba los pastos que mojaban las lluvias, cerca de la represa, en los tiempos en que la Remedio, su hermana, le aliñaba el “pashquil” para el tarro de agua que portaba en la cabeza, tan donairosa. Los azules de la noche risueños de estrellas. Y de sopetón, el amor que le trajo Demetrio, cuando la estrujó silenciosa en sus brazos.
Y le dijo:
―Sos como un campo verdiao, lavadito…
Entonces su pelo era negrísimo, suave. Y usaba unos vestidos celestes pálidos con florones de color. La Zarca sonreía el recuerdo con los ojos verdes de antes, cerrando los párpados que fueron movedizos, en una larga arruga colgante que se igualaba con la boca sumida y sin dientes. Después venía su gloria de primeriza, cuando le nació el Shingu. Como un vellón de terciopelo moruno, con los ojos que eran gotas de agua pura, lo vio sobre la funda, bien planchada, de su catre. La criatura que naciera “empedida”, no vivió mucho tiempo. Lloró su niño, tapada en su manta negra, sin mostrar la cara ni el llanto. Otros hijos vinieron. Dientes de leche, dulces balbuceos, torpes pasitos, todo silenciaba su resurrección y la alegría sólo era sonrisa frente a los árboles y el cielo. Ella era una mujer campesina, y no sabía de “habla” cálida. Su claro gozo maternal, era como la flor grandota, pura y simple, de cualquier cardón áspero del monte.
Después, Demetrio… Un atardecer quedó “pa siempre en medio” de una borrachera. Ella, que nunca cantaba, cantó y lloró las alabanzas por su muerto. Le quedaba la Selva. La Selvita, su hija menor. Era una muchacha medrosa, dulce. Crespa, atezada de sol y color.

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Al nacer la Ana, la Zarca sollozó largamente con blandura de agua derramada, y por primera vez no ocultó sus lágrimas.
―Mi nieta… Tan lisita y lindita qu’es. Como niña de la Virgen, po…
Fue un extraño, primitivo y obscuro sentir que le hablaba de resurrección. De verdores claros, de sol alto… Hizo sonar el bombo y la caja con el violín de Paulo Corvalán, durante dos días en su rancho. Con los óleos de la Ana, casi había abusado de la ginebra también.
―De gusto, po. De gusto tan grande con la nieta.
Pero ahora, la vida ya se le acababa. Intuía que su cuerpo, cada mañana, más relajado, se iba despegando de la tierra. Los detalles familiares de su vida, a veces en las horas solitarias, se le antojaban distantes y mientras se colocaba sus “anchos” en las sienes ardientes, o prendía su chala, dominaba un rictus de lágrimas que como río hinchado se le venía a la garganta.
―Tan sola que me hi quedao pa morir. ¿Y quién hai cuidar la Ana? Ujalita la vara del cielo…
Miraba los algarrobos, y más lejos, el vientre de las polvaredas que anunciaba el camino, como buscando una respuesta o una tutela milagrosa. Y aquella mañana, el sentimiento o el presentimiento del tránsito definitivo era hondo, torturante. La presencia de la nieta cuyo pergenio gracioso, dulce, le comunicaba siempre aquella ramazón de vida, esta mañana no la despreocupaba, en alivio. Tenía dentro de ella un punzante desasosiego, tal si las palabras fueran a apagarse de repente en su boca y nadie supiera la llaga que le abría tamañas tristezas. El perro quizá entendiendo la inquietud de su ama, la miraba con ojos casi humanos, y dando vueltas se enredaba en las polleras anchas, rascándose de rato en rato, el costillar sin gordura.
―Arrimesé po, corazón, pa’ su mama vieja…
Como una puntada le dolieron las palabras dichas, sin saber por qué. La niña, dócil, se acercó hablando:
―Endenante no más mi hi ido a buscar las cabras y la leche. Mas luego, ¿no va a querer la mazamorrita?
―Yapandomeló leche has trair, deno sin dientes, mi hi de atorar, po…
―Está llorando mama vieja.
―No vas a irte nunca a la ciuda, m’hija. No queras irte nunca para áhi, que no te pique esa “shishipuca”. Tu mama ha quedao áhi. Le has de rezar, nian cuando sin cruz, y pa mí también…
El claror lívido de la mañana, comenzaba a rasgarse en el rubí del sol de enero. Reflejos rosas lamían el monte y la ramadita mostraba sus pobres cacharros, llenos de cenizas y tierra, y de miseria. Un hervor de luz pronto bebería los rocíos de la noche, hasta poner brillazones de incendio en todo el campo.
―¿Por eso llora mama vieja?
―Te has de arrimar pa don Solano Carmen, sabe ser buen cristiano…
Alcanzó el primer mate a la nieta. Ésta, en cuclillas sobre el pellón casi pelado, rasguñaba la piel curtida de los pies desnudos.
―Y me lo hai ser buena niña, pa que la mama Rosenda la esté bendiciendo…
―Vo’a devolver las cabras, mama vieja, antes que la Artemia deje las cobijas y empiece con los huaschos.
―Volvé po, a la siesta…
Ya no había sombras en el monte. Una mañana grávida de luz y deliquio de coyuyos iba a envolver todo el paisaje.
Se sentó a matear, sola.

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Al rato, y desde lejos, vio llegar al Leovino de doña Macaria. Traía una carta, que venía de manos de una hija de ésta, conchabada en Buenos Aires.
―De su hija Selva, dice mi mama…
La Zarca sintió, enmudecida, que sobre su corazón se deshacía un apretado torrente de dolor. Se acordó de un arpa, que en sus tiempos de mocita, la sabía poner triste y alegre y finalmente juntando la voz, preguntó:
―¿De la Selvita? Leela po, yo no sé leer…
―Ni yo señora.
―Na tan atrasao este chico…
―Si no sé ir pa la escuela, señora.
―Ni inorante que sea tu tata pa no darte las letras… ¿Qué dirá po la carta?
―Le ha mandao decir que viene pa los carnavales, aura pa febrero, qu’esta bien y ocupada en Buenos Aires…
El cuerpo de la Zarca se iluminó extrañamente. Sobre la espalda una tibia fuerza le impelía andarse. Quiso levantarse porque sobre el cuello y la cabeza le crecía una alegría caliente, de llamas. Pero fláccidas las piernas, no pudo. Como un ahogo de asfixia se le llenó en la voz, y apenas en un rumor creyó decir:
―¡La Ana no hái ser una botada… si Dios se acuerda de mí aurita!
La cara cetrina de la Zarca, donde el tiempo había cosechado mejillas de pasa, pulió por un instante, los ojos verdes, que sabían mirar serenamente en la oscuridad, y en la vida.
Una moneda, quizá la única que poseía, alcanzó al muchacho que esperaba.
―Pa que merques algo, Leovino…
Al encontrarse sola, de nuevo, con la mañana henchida, no supo qué hacer porque un revoltijo de ideas la oprimía. Los ucles cercanos se le ocurrieron “muy muchos”, más que antes. Se le derramaban los deseos y los pensamientos. Era lindo pensar en la Selva, en el timbre de su voz que los años no habían borrado… Pitando, dormitando en su cavilar iba tendiéndose ya la siesta. Una siesta con fuegos de sol y sopor de terrales.
¡Y ella, aún no se había movido de su silla de tientos! ¡Tanto que debía hacer! Sacaría las fundas guardadas, para lavarlas con agua de lejía y almidonarlas. Para el sueño de su Selva, que volvía. Para la Ana, que ya tenía madre.
Una necesidad de sueño y dicha rezagada la hizo cerrar los ojos. El hocico húmedo del perro, se pegó a sus pies descalzos. Se puso a mirar cosas del pasado. Acercaba su alma a la realidad de su sueño.
Recelando, en silencioso tropel, sintió llegar a Demetrio. Él, y su caballo, la miraron contentos. Confusamente, un beso le habló de cosas olvidadas, en distancias. Se reían los dos. Se reían los dos y se corrían.
¿Ella estaba esperando esta visita lejana, acaso?
Sonrió y creyó que él, se despedía con un:
―Ya te hi visto, Zarca.
Entonces, dentro de sus paredes yertas, el corazón comenzó a golpearle con latir ligero. Le resbalaron lágrimas, y de un salto, intentó, como en los días de verano en que sus cabellos eran negrísimos sobre las batas celestes, acomodarse en las ancas del caballo moro de su Demetrio…

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¿Recogió su dicha?
Los ojos muertos, tranquilos, parecían un regreso a la luz. Sólo el “Estrellita” tenía ojos húmedos, y un gruñir leal, de lamento.

(La luna negra. Tucumán, 1945.)

Actividades

1. ¿Cómo se describe a la a la Zarca Gauna y al lugar en que vive?
2. ¿Qué recuerdos dan vueltas por la cabeza de la Zarca constantemente?
3. ¿Cuál era el motivo que angustiaba más a la Zarca Gauna?

a) Su pobreza.
b) El estar vieja.
c) El no tener con quién dejar a su nieta.
d) El no tener plata.
e) Estar sola.
f) No saber nada de su hija Ana.
g) El que su cuerpo no le responda.

Explica el porqué de tu elección.

4. ¿Quiénes eran los acompañantes de la Zarca? ¿Qué características puedes mencionar de cada uno?
5. A pesar de todo lo vivido por la Zarca, ¿consideras que es una mujer enojada con la vida? ¿Por qué?
6. ¿Cuál es el destino de la Zarca al final del relato? ¿Cómo te diste cuenta?
7. Según lo que pudiste entender, ¿cuál es el tema del relato?
8. ¿Qué tipo de relato es? Explica y ejemplifica.

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